ara la historiadora y escritora Vernon Lee el pasado, eso que llamamos Historia, no es algo lejano y muerto; es una realidad permanente, perseverante en el tiempo, con la que convivimos en cada instante. Las creaciones artísticas, como fenómenos históricos que son, resultan éticamente indiferentes, pues portan el sello de una realidad misteriosa que habla al oído humano con una voz milenaria, mucho más antigua que el origen de ningún idioma, y desde luego, muy anterior al nacimiento de cualquier forma de moral.

en Venecia

En el relato La voz maligna la autora cuenta la historia de un joven compositor, excelente musicólogo, afincado en Venecia. El artista siente un desprecio desmedido por el estilo musical del siglo XVIII al que, sin embargo, ha dedicado años de estudios, especialmente, al canto y la música vocal. Pero con demasiada precipitación cree que aquel mundo formaba parte de un pasado felizmente olvidado.

Había llegado a la Serenísima República siguiendo la estela de Richard Wagner, a quien consideraba un mensajero del futuro. Pretendía terminar aquí un drama musical ambientado en la brumosa Europa del norte. En ella el héroe, en el aparente espacio de un día que en realidad había durado siglos, descubre cuando vuelve en sí a su estirpe extinguida, su reino desaparecido y su nombre convertido en objeto de sagas y leyendas. El profeta wagneriano presumía al siglo anterior infectado por un esteticismo vacío e inclinado a una pagana adoración de divertimentos o cabriolas musicales que hechizaban a la audiencia, y que bien hubieran podido ser compuestas por el mismo Diablo. Desde su punto de vista, la peor consecuencia de aquella época funesta para la música, fue la seducción por obra de la voz humana. El triunfo del canto, su estudio, el desarrollo de su técnica, todo ello, solo habría servido para echar a perder y corromper los méritos musicales de los genios artísticos de aquella edad tenebrosa.

Venecia era un mausoleo donde estaba sepultado aquel mundo de artistas delicados y hedonistas. Él pretendía difundir su evangelio artístico allí mismo, entre los templos de cultos extintos y divinidades olvidadas. Pero en lugar de eso, había de encontrarse con la persistente dominación de las fuerzas oscuras y los bellos acordes de una música cuya proporción transparente y matemática eran, en efecto, un ensalmo, un embrujo, destinado a dominar, subyugar y seducir. Para su desgracia había prorrumpido en públicos insultos y burlas cuando alguien le presentó el retrato de Balthazar Cesari, llamado el Zaffirino, cantante dieciochesco de voz embriagadora, andrógino y seductor, de quien se decía que era capaz de matar con la pasión de un amor venenoso a cualquier persona con el solo recurso de su voz y su música. Debía su apodo a un legendario zafiro con signos cabalísticos que le habría proporcionado el Diablo.

El escarnio, con el que el corazón soberbio del joven wagneriano había creído castigar la memoria del más peligroso de los castrati, se convirtió en su maldición; pues a partir de ese momento, el infortunado músico escuchaba un canto, misterioso e incesante, que no podía ser más que del diabólico intérprete, muerto hacía tantos años. Le perseguía la misma melodía tanto en sueños como en horas de vigilia, a solas o acompañado. Se apoderaba de su alma y envenenaba sus sentidos, estorbaba su labor creadora.

Finalmente, las diabólicas notas lograban clavarse a su epopeya wagneriana hasta diluirla y disolverla aun antes de haber nacido. El hechizo de aquella música lo embrujaba definitivamente, porque la despreciaba, pero a la vez, la amaba, la imploraba, la necesitaba. Su ruina psíquica y su colapso artístico llegan al no poder sustraerse, por fin, a la seducción de canto tan peligroso, instrumento de perdición. El propio artista, ya desquiciado, afirmaba en su locura que la voz humana era un violín hecho carne, irresistible cuando era interpretado por el Demonio en una vorágine interminable de combinaciones, proporciones, espirales y maniobras que conducían a los oyentes hacia el éxtasis de la muerte con una sonrisa enamorada en los labios, como antaño el canto de las sirenas.