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OBRAS COMPLETAS

Eliodoro Puche: Del modernismo a la vanguardia

La edición completa de su obra rescata al lorquino de la etiqueta de ‘poeta bohemio’ que lo condenaba a ser anécdota y lo coloca a la debida altura entre los escritores de su tiempo

Eliodoro Puche

Después de mucho leer no cabe sino aceptarlo: la mayoría de los que formaban parte de la caravana de nuestra bohemia, nombres a cuyas obras llegamos a asomarnos por el simple hecho de que aparecían mencionados en La novela de un literato de Cansinos, no merecía el esfuerzo que nos tomamos en buscar sus libros, muy difíciles de encontrar, y leerlos. Claro que el revés de esa certeza es más importante: unos cuantos de esos nombres sí merecían la pena, no sólo protagonizaban anécdotas colosales de la épica nocturna a la que tan dada era nuestra lírica en los primeros años del siglo XX, sino que también produjeron unas cuantas piezas memorables, las suficientes como para que sus nombres no fueran los de meros figurantes de una superproducción que apenas quedó encapsulada en Luces de Bohemia de Valle. Pienso en los sonetos cincelados de Pedro Luis de Gálvez, pienso en algunos cuentos de Miguel Sawa, pienso, sobre todo, en la poesía de Eliodoro Puche

Hay una zona muy fértil de nuestra poesía que, dada la tendencia a convertir la historia en esquema, suele pasar desapercibida o padecer el olvido para que la historia juegue al péndulo y pase abruptamente del modernismo a las vanguardias, de los cisnes, las princesas y los claros de luna, a las flappers y los tranvías con la misma nitidez con que se separan en un mapa dos países, con una raya que parece indicar que de un lado y el otro de la misma cambia hasta el color de la tierra. Esa zona demuestra que los cambios en las retóricas poéticas rara vez se producen de manera volcánica, más bien se atienen a un proceso de reformas que suele iniciarse desde el interior de la retórica que está en la cima y ya no puede llegar más alto, a partir del cual, en el descenso, se va haciendo crítica y cambios en la propia retórica de la época para, corrigiéndola, generar otra. Es la zona que queda ensombrecida –una zona valle por decirlo así– precisamente por parecer que su misión ha sido la de conducir una cumbre hasta otra cumbre (no nos pongamos ahora a comparar las alturas de esas cumbres). Dentro del modernismo, en la legión de los hijos de Rubén, se movieron muchas veces que fueron allanando el camino para la comparecencia de la vanguardia, y en esa vanguardia se incrustaron las más aventajadas de esas voces. En el caso español, bastará citar a Lasso de la Vega, traductor de Jules Laforgue, autor de unas Rimas de Silencio y Soledad, que inventará en los años treinta libros de finales de los años diez para dárselas de precursor de la vanguardia: importa el caso para la historia literaria, no para la poesía, a la que sólo importará que esos libros son espléndidos. Bastará citar a Pedro Luis de Gálvez, incomparable sonetista, pero autor también de piezas vanguardistas y colaborador de la revista del movimiento VLTRA. No conviene olvidar que si hay un poeta que puede llevar el brazalete de capitán de ‘la nueva voz’, ese es Juan Ramón Jiménez, autor de muchos e importantes libros simbolistas, que a partir de Diario de un poeta recién casado y de Piedra y Cielo ayuda a dar el vuelco definitivo a la poesía española poniendo punto final a un modernismo que, a pesar de ello, aun seguirá produciendo alguna delicadeza no por marginal menos referenciable (como el Café Romántico de Fernando Villegas o las espléndidas Estampas de Juan de Luaces). Bien, es en ese grupo de ‘reformistas’, de post-simbolistas que vienen del puro modernismo para aumentar –a pesar de que tenían ya sus años– la juvenilia que cobrará entre nosotros el nombre de ultraísmo –un movimiento que empujó una puerta que acabarían abriendo de par en par los poetas del 27 y al que se tardó muchos años en hacerle justicia–, es donde debemos situar a alguien como Eliodoro Puche en lo que concierne a la historia de nuestra poesía. 

Ilustración JOAQUÍN VALLÉS

Las virtudes del poeta van más allá de uno de esos personajes endiablados de nuestra negra bohemia que podría protagonizar una novela

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En lo que concierne a la poesía, los poetas se han de defender solos, es más, se han de defender solos cada uno de sus poemas, y por tanto, para tasarlos históricamente es necesario recordar dónde y cómo se han producido, pero para tasarlos literariamente basta con leerlos y percibir si siguen vivos. Esto último pasa con la suficiente frecuencia en la obra poética de Eliodoro Puche que debe ponerse por encima de su propia significación como autor de la cabalgata de bohemios que condecoró nuestra historia literaria y su propia biografía –que de alguna manera hubiera podido calcar el rumbo de esa historia si a partir de los años veinte el silencio no hubiera envuelto su producción–. En efecto, como nuestra propia poesía, Puche fue evolucionando de un modernismo de tintes ortodoxos a un postsimbolismo que aflojando la entonación conseguía ser más hondo, jugueteó con la vanguardia para asomarse a una poesía impura, donde cabía la rabia y la entraña sin asomarse al tremendismo, pero donde no es exagerado ver tintes de poesía social. 

Puche –al parecer– gastó el patrimonio familiar en hacer imprimir sus poemas. Comenzó con dos libros cuyos títulos ya los colocan en el furgón póstumo del modernismo: Libro de los elogios galantes y los crepúsculos de otoño en 1917 y Corazón de la noche al año siguiente. En su favor hay que decir que de aquella cuadrilla de poetas, era uno de los que mejor oído tenían: sus tareas como traductor no nos dejan mentir en esto: se había empapado de música francesa simbolista, había traducido a algunos de los capitanes del movimiento trasladando escrupulosamente sus imágenes y rimas. Todo ayudaba a que lo que se ganaba en fidelidad al modelo se perdiera en personalidad del poeta. En 1919 publica Motivos líricos, su libro fundamental de esa época en la que, según ve bien Juan Manuel Bonet, en su inesquivable Diccionario de las Vanguardias en España, hay tardomodernismo aún pero se acerca visiblemente a la vanguardia –no en vano hay poemas dedicados a Guillermo de Torre y a Bacarisse–.

Pero la aventura poética de Puche, si se hubiera detenido ahí, nos hubiera traído una voz más de la muy abundante nómina de poetas que componen nuestro tardomodernismo. A mediados de los años veinte, cuando regresa a su ciudad natal, y se entrega a actividades de periodismo con empuje político de izquierdas –lo que le costará caro más adelante–, parece que el poeta se apaga. El año que comienza la guerra publica una colección más de poemas que no he llegado a ver nunca, y militar en el bando perdedor significándose sin el menor miedo, lo llevará a la cárcel, donde vuelve a renacer el poeta –nunca había abandonado la poesía, sólo la había silenciado–. Las composiciones que escribe en los años de cárcel y posguerra tardarán en salir en un volumen donde cabe de todo, pero lo que importa es que hay un ramillete de poemas imponentes, donde el dolor mana a borbotones pero es equilibradamente domado por una dicción que en sus peores momentos juega la carta del patetismo, pero en sus mejores consigue piezas que justifican a un poeta. 

Había que esperar a la obra póstuma para que, condensados, se nos aparecieran todas las virtudes de un poeta que es algo más que uno de esos personajes endiablados de nuestra negra bohemia que podría protagonizar una novela: un poeta cuya recuperación era un deber y supone una riqueza. Desde los años ochenta aquí se han hecho muy meritorios esfuerzos por concederle a Puche el sitio que merece entre nuestros ‘greats minor poets’. Que su obra completa se reúna al fin, y haga compañía a la Poesía de Lasso de la Vega o al Negro y Azul de Gálvez y a los Versos Viejos de Vighi, por citar unas cuantas recuperaciones sensacionales de estos últimos años, ayudará a contemplar un panorama de nuestra poesía más íntegro y veraz. Y ojalá ayude, al fin, a rescatar a Puche de la etiqueta de ‘poeta bohemio’ que lo condenaba a ser anécdota, y le devuelva su condición de poeta que cuando acertaba –y acertó a menudo– era capaz de componer poemas que todavía hoy conservan la hondura y el temblor con que fueron escritos.

 (Prólogo a la edición de las Obras Completas)

IBA CONTIGO, ANTONIO (A la memoria de Antonio Machado)

Iba contigo, Antonio,

por soledades hondas

una tarde cualquiera

de trinos y de rosas.

Del lugar y del tiempo

no queda en mi memoria

nada más que una vaga

belleza melancólica.

Mas tu palabra grave,

profunda, soñadora,

resuena en mis oídos

brotando de tu boca,

y aun cuando fuera entonces,

para mí es siempre ahora.

Esas palabras eran

de un mañana sin sombras.

Derramabas tu luz

sobre surcos de aurora,

nimbando las ideas,

aureolando las cosas.

Yo iba contigo, Antonio,

por soledades hondas

una tarde cualquiera

de trinos y de rosas.

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