La Opinión de Murcia

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El árbol de la vida

Juan Ramón Jiménez, entre el cielo y la tierra

En Piedra y cielo, Juan Ramón Jiménez agrupa los poemas escritos en 1917 y 1918. La canción del poeta es fresca y fragante, como el rocío de la aurora sobre la tierra, y clama la gloria de ser dueño del mundo mientras el viento roza los ojos, mientras los recuerdos fluyen y la paz envuelve la tarde en el retorno a casa.

Sabiendo que la belleza se desvanece entre los dedos, Juan Ramón busca el instante que se convierte en recuerdo a través de la fuerza de la imagen. Es el recuerdo «de aquellas tardes de oro, amor y gloria», un instante que se apaga, pero que es como «amor que nunca muere». Esta obsesión por el tiempo se traduce en sueños de lo infinito, que imagina en el arco iris, en el secreto que esconde la naturaleza. Es el misterio encerrado en el cielo, en la nube. El poemario se mueve así entre el cielo y la tierra, entre lo que el poeta percibe arriba y abajo, entre piedra y cielo, buscando contrastes entre el cielo azul del día y el cielo nocturno, entre el rayo del sol último y el rayo primero de la luna.

Entremedias, el poeta halla la nostalgia del mar. Sirena de la medianoche, misterio en la sombra, un barco surca las aguas, un faro ilumina la tierra que se aleja, mientras el poeta navega con «los ojos / en lo infinito, guiando / los tesoros abiertos de las almas». El viaje en el mar es un trayecto eterno porque es el camino del alma, del mismo modo que la tierra es el camino del cuerpo. El poeta da la sensación de haberse liberado del cuerpo, de la tierra, en su camino hacia el azul del cielo. Y grita en mitad de la noche, porque va más allá. Pero al final se llega nuevamente a puerto, a la tierra. El viaje del alma por el mar ha acabado y sólo queda una especie de nostalgia de un crepúsculo dorado, de la tumba del marinero en el firmamento.

En Piedra y cielo, Juan Ramón ha rozado esos instantes claros en que las almas salen de los cuerpos y dialogan en esos momentos que son libres y plenos. Es el alma concentrada en el ocaso, en «el gran sol redondo y grana / en el silencio inmenso».

Es la hermosura del alma girando como un astro, los ojos cerrados mirando hacia dentro con la muerte. Es el corazón sereno, la fuerza indestructible del alma, que debe volcarse hacia el cielo, hacia las estrellas duras, hacia los hondos mares, hacia las tierras vírgenes. Es la eternidad de un momento de paz en el que se funden olor, melodía, oro, luz, amor, «en esa larga tarde de sol puro», una vida segunda, un renacer, con sol sobre las hojas. Es la gloria en la verdad desnuda, presente, en la canción poética. Es la lejanía del verdadero amor, la nostalgia de una hojita verde con sol. Es la obsesión por el tiempo. Es la búsqueda de eternidad, de un libro puro.

Juan Ramón atesoraba, desde niño, el afán de poseerlo todo, de recrearse en todo: la vía láctea en la noche, el aroma del amanecer, los luceros y las flores del alba, las manos hundidas en las entrañas de la noche.

También soñaba, desde niño, con un lugar raro y extranjero desde donde se domina el mundo, un lugar donde deshacerse en la luz, de embriagadora belleza, de plenitud en el atardecer, en la luz crepuscular, un lugar donde el alma es libre en la tarde.

Entre el cielo y la tierra. Eso es todo.

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