La Opinión de Murcia

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El árbol de la vida

Revisando la leyenda del Cid

'Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz'

Cuenta el historiador José Enrique Ruiz-Domènec que su interés por la figura del Cid se remonta a una serie de debates en torno a la herencia de Menéndez Pidal, que tienen lugar en los años 70 del pasado siglo. Por eso, su particular visión del guerrero medieval, un libro titulado Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz, encuentra su origen en unas notas, lejanas, escritas en París en 1979.

El ensayo, casi como un guiño al nonagenario medievalista, toma como punto de partida la famosa fotografía realizada en el rodaje de El Cid, en la que se ve a Menéndez Pidal observando el halcón que porta en la mano el actor Charlton Heston. Más allá de esta anécdota, que se presenta como si se tratase de una epifanía, Ruiz-Domènec esboza una serie de reflexiones sobre la película de Anthony Mann, sobre la forma en que el cineasta americano contribuye a forjar la leyenda del Cid, sobre la relación que se establece entre historia y mito. Aquí se adivina, entonces, la cuestión que va a centrar el interés del historiador, a saber, cómo la historiografía y la literatura han transfigurado a un hombre de frontera del siglo XI, convirtiéndolo «en el portador de la honra de España».

El problema se plantea cuando se contrasta esta visión del héroe con la lectura de los cronistas árabes de aquella época

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Sorprende, en este sentido, la forma imaginativa en que nuestro autor ilumina las fuentes. Es así como la lectura del Carmen Campidoctoris (el poema latino que inicia el mito del Cid), un regalo de Ricard Guillem al Campeador, quizá hizo pensar por primera vez al Cid que era un hombre elegido para la gloria. Y la Historia Roderici (una vita escrita en latín por un clérigo) se interpreta como una forma de legitimar la monarquía de Alfonso IX en el siglo XII, mientras que el Cantar de Mío Cid inventa el pasado del héroe para construir un modelo de moral guerrera o, quizá, una proclama política. El problema se plantea cuando se contrasta esta visión del héroe con la lectura de los cronistas árabes de aquella época, pues los escritores musulmanes insisten en la crueldad y el afán de riqueza del Cid. Una figura, pues, ambigua y equívoca entra de lleno en la cultura cristiana en una época en la que las baladas de los juglares empezaban a diseñar la leyenda del Cid.

La intención de Ruiz-Domènec, en todo caso, es tratar de captar la forma en que las fuentes se han apropiado de la figura del Cid, sea para justificar las necesidades políticas de Castilla, sea para explorar la juventud del guerrero, sea para presentarlo como un caballero humanista legitimando la unidad peninsular. Lo cierto es que cuando la historiografía se impone y se traza la figura del Campeador, en La España del Cid, Menéndez Pidal nos presenta a un Rodrigo orgulloso, leal, desterrado, disfrazado con las virtudes patrias, siguiendo el tradicionalismo renovador que sirve de modelo en 1929 y tratando de «hacerlo coincidir con las preocupaciones de su tiempo».

Teniendo como faro este estudio de Menéndez Pidal, nuestro autor se adentra en una suerte de viaje, unas breves notas que tratan de clarificar los hechos de Rodrigo Díaz y que se reducen en el volumen a unas escasas 40 páginas, sin duda alguna por las dificultades que entraña una biografía del personaje. Desde la cuestión del asesinato de Sancho II hasta la presencia del Cid en Barcelona o la estancia de Ricard Guillem en Valencia la interpretación de Ruiz-Domènec se basa en conjeturas, aunque en ocasiones son presentadas como certezas por el historiador. El silencio de las fuentes da mucho juego. La visión de Ruiz-Domènec ofrece, en definitiva, una imagen del héroe alejada del miles Christi, un hombre que iba a lo suyo, sin valores religiosos, de ideas contrarias al integrismo almorávide y al espíritu cruzado, «un hombre que se enfrenta decididamente a su época».

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