Si algo ha quedado claro durante todos estos meses, más de un año ya, en el que hemos recordado las vidas de algunas artistas olvidadas, es lo excesivamente trágicas o intrépidamente atrevidas que fueron la mayoría de ellas. Ante la evidente pregunta de por qué, la respuesta es tan triste como lo fueron sus experiencias: ese efectivo pie invisible que la sociedad colocó bajo su cuello para mantenerlas apartadas de lo que fuera ajeno a la familia y el hogar no les dejó sino dos salidas, seguir el camino de la obediencia, abandonando en unos casos todo tipo de aspiración artística y escondiéndose en otros tras el anonimato de un inofensivo entretenimiento femenino, o abanderar pequeños actos de rebeldía que las llevaba a ser consideradas promiscuas, desviadas, locas, degeneradas, sin moral..., en definitiva, bichos raros a los que era mejor casi ni acercarse. Entre ambas opciones muchas murieron en el intento, pues no consiguieron ver esa luz al final del camino que te sirve de guía en momentos de absoluta desesperación. La opresión y la frustración pudo con ellas.

En ese grupo de atrevidas, que no estaban dispuestas a permitir que nadie controlara su vida, las artistas surrealistas fueron conocidas rebeldes, como es el caso de Leonor Fini, aunque a ella no le gustaba que la etiquetaran bajo este movimiento.

Sus padres, de origen italiano, emigraron a Argentina, y siendo ella todavía un bebé se divorciaron, lo que provocó una hecatombe familiar. Debido a su conducta agresiva y violenta, al padre no se le permitía ver a la pequeña. Tras múltiples amenazas de secuestro, que al final desembocaron en varios intentos, la madre decidió huir a Italia con Leonor y durante seis años la hizo pasar por un niño con ropajes masculinos a modo de disfraz para que el ex marido no pudiera encontrarlas. Bajo la figura materna, su educación se desarrolló en un ambiente más liberal de lo habitual, y desde muy joven ya dio muestras de ir contra las normas establecidas: lo suyo no era obedecer, así que entró y salió de varias escuelas por este motivo.

Sólo había algo que conseguía captar toda su atención: el dibujo. La necesidad de dibujar era algo innato en ella; de hecho, nunca tomó clases ni tuvo ningún tipo de formación, aprendió por su cuenta, leyendo los libros de arte de la biblioteca de su tío, observando a los grandes maestros de los museos y en sus visitas a la morgue, donde copiaba los cuerpos de los cadáveres en una siniestra lección de Anatomía.

Un retrato de Leonor Fini ataviada con sus características plumas

En París conocería a Max Ernst, quien le presentó al grupo de artistas surrealistas: Man Ray, Dalí y Cartier-Bresson, entre otros, y aunque siempre se la relacionó con ellos, nunca quiso formar parte de este movimiento. Eran continuas las discusiones con su fundador, André Breton, por considerar a la mujer una musa-objeto (su misoginia era por todos conocida). Esa mentalidad abierta unida a una apariencia ciertamente peculiar –vestida de manera teatral, con grandes plumas en la cabeza y el pelo de color azul, rojo, dorado o naranja; otras veces, en cambio, ataviada como un hombre– pronto la convirtió en una pieza clave del ambiente parisino. Eran los años treinta y su nombre ya comenzaba a sonar en los círculos artísticos; de hecho, hizo su primera exposición en la galería dirigida por un joven Christian Dior, antes de vincularse éste a la moda.

La normalidad no iba con Leonor Fini, para ella no existían unas reglas fijas con las que entender el arte, la sexualidad o la propia vida, sino que todo es susceptible de evolucionar y, por tanto, debía estar abierto a ese cambio que sólo la imaginación es capaz de provocar. Su obra se convierte en una continua autoexploración personal sobre la relación de lo femenino y lo masculino, el erotismo, la sumisión y el poder, la identidad..., pero sobre todo del papel que la sociedad tiene asignado a la mujer. A través de imágenes oníricas que navegan entre el simbolismo y el surrealismo, pero con un estilo muy personal, la mujer es el hilo conductor de todas sus obras, una nueva mujer que se muestra como absoluta protagonista. Ataviadas como guerreras, con capas y máscaras, rodeadas de seres mitológicos, poderosas, dueñas de su vida y su sexualidad, mientras que el hombre queda reducido a un elemento más de la escena, débil en esencia, cuyo cuerpo es objeto de deseo de estas nuevas heroínas.

Siempre se consideró un ser andrógino –muchos y muchas fueron sus amantes, incluso en sus memorias ella misma contó que tuvo un affaire con la duquesa de Alba y Ava Gardner–, una condición que para Leonor Fini era la ideal, pues combinaba lo mejor de cada sexo: el aspecto mental del hombre con el lado imaginativo de la mujer.

En Roma, durante la Segunda Guerra Mundial, conoció al conde Stanislao Lepri, diplomático que abandonó su carrera para dedicarse a la pintura, con quien comenzó una relación a la que en 1952, once años más tarde, se sumó el escritor polaco Konstanty Jelenski. Un trío amoroso que vivió en perfecta armonía hasta el fin de sus días. Ella misma explicaba que ésta era su pequeña comuna, perfecta y equilibrada, pues mientras uno era su amante el otro era su amigo, y, entre ambos, gatos, muchos gatos: tenía más de veinte felinos por los que sentía una adoración especial, los consideraba seres perfectos con una existencia corta. Esa pasión felina le llevó a donar constantemente muchos de sus dibujos a la Sociedad Protectora de Animales francesa para ayudarles a recaudar fondos con los que alimentar y esterilizar a los gatos callejeros.

Falleció en 1996, con 89 años, y nunca dejó de pintar. Autodidacta, andrógina, polifacética, sólo se dejó guiar por su imaginación y ese mundo de los sueños que siempre estuvo tan presente en su trabajo, con una inusual capacidad de hacer extensible su arte a cualquier soporte, no sólo la pintura, ya que diseñó multitud de elementos relacionados con el cine, el teatro, el ballet, las escenografías, el vestuario, las máscaras y todo tipo de atrezo, así como perfumes e ilustraciones para libros.

Fue excesiva en todos los sentidos, en el arte, en el amor y en la vida en general, sin ser en este caso el exceso un término negativo, sino sinónimo de libertad, la que ella se tomó para vivir del modo que consideró oportuno sin límites ni etiquetas.