Sentado en el salón de la casa con ventanas que es la vivienda de su exilio en Madrid, Sergio Ramírez, premio Cervantes de Literaturaexvicepresidente de Nicaragua cuando esta fue arrancada de las manos del dictador Somoza, mira al sol de la ciudad y es imposible sustraerse, mirándolo, a uno de los títulos más bellos de su literatura. Ese título, 'No vayan a haberme dejado solo', preside el cuento en el que resume una visita a su infancia en Masatepe, donde se reencuentra en la ficción con todo lo que pasó allí antes de que siguiera el rumbo de los adultos.

Ese viaje lo llevó, por ejemplo, a su primer exilio en Costa Rica, cuando la dictadura somocista lo redujo a ciudadano ambulante. Ganada esa guerra, tras la cual fue vicepresidente sandinista con Daniel Ortega, intentó la política, y al fin fue perseguido por otra dictadura, precisamente la que preside quien fuera su compañero en la alta magistratura de la que una vez fue perla revolucionaria de América y ahora encarcela o persigue a sus oponentes.

Aquí está, estrena otra vez exilio, con su mujer, Tulita, que escucha desde otro cuarto de esta casa recién habitada.

Tienes ese cuento, 'No vayan a haberme dejado solo'El muchacho que eras tú se pregunta si lo han dejado solo cuando entra en su casa de Masatepe, donde naciste. ¿Qué mira desde aquí el hombre que ya eres?

Miro mi pasado reciente, esa tierra de la que tuve que salir y hoy me siento más lejos. Creo que eso es algo inherente al exilio. Y la lejanía se te mete en el cuerpo y te va pesando, te va pesando. Cada vez más.

Sergio Ramírez: "En Nicaragua ahora todos son círculos del infierno"

Sergio Ramírez: "En Nicaragua ahora todos son círculos del infierno" JOSÉ LUIS ROCA

Desde que escribiste aquel cuento, ¿cómo fue variando la casa?

Bueno, es una casa que mis padres compraron. Mi padre era comerciante y mi madre maestra. Con lo que iban ahorrando, le fueron agregando partes a la casa. Mi cuarto, por ejemplo. Así, en la medida en que la familia iba creciendo. Ahora la casa fue heredada por mi hermana y mis sobrinas, que la ocupan los fines de semana. Pero casi siempre está cerrada. Bueno, ahora uno de mis sobrinos abrió ahí una consulta de odontología, en el que era el dormitorio de mis padres y, claro, así la casa ya parece otra cosa. Las casas evolucionan de manera extraña. A veces uno vuelve al pueblo en que fue niño y se encuentra con otra cara del lugar: las viejas casas divididas, la pared pintada de distintos colores para marcar la división. Me parece que eso es una ruina de la memoria, la verdad.

Mi padre vivía haciendo bromas y mi madre era más seria

¿Cuándo fue la primera vez que dejaste esa casa?

En 1959, cuando me fui a estudiar a León. Fue un cambio muy radical, de un pueblo a una gran ciudad. Salí y supe que yo ya no volvería. Iba a visitar a mis padres, claro. Pero una cosa es hacer visitas y otra cosa es vivir ahí. Realmente nunca volví porque después me fui a Costa Rica, luego me instalé en Managua y ya nunca regresé.

Ese cuento en particular, ¿qué metáfora incluye?

La metáfora de la vida, de la distancia, del alejamiento, de la extrañeza por las cosas que uno va dejando. El sentido del cuento es entrar en el pasado, una ambición desmedida para cualquier ser humano, pero no para un escritor. 

¿Qué significó para ti la niñez?

Yo tuve una niñez muy doméstica. Mis padres tenían una relación… si no perfecta, sí tranquila. Mi padre era católico y mi madre evangélica y hubo un litigio por esa diferencia religiosa entre mis abuelos cuando aquellos iban a casarse. En esa época eso era algo insólito: ¿un católico casándose con una protestante?, qué barbaridad. Pues bueno, mi padre y mi madre lo superaron y luego ninguno impuso sus creencias a sus hijos. Mi padre vivía haciendo bromas y mi madre era más seria. Y yo me movía en ese mundo, haciéndome partícipe de una y otra cosa, el humor y la disciplina.

Tenía 17 años y una tarde, en una manifestación, mataron a cuatro de mis compañeros

Pasó el tiempo y, ya de adulto, ¿cómo afrontaste el deber civil de defender a tu patria?

Creo que si Masatepe era tranquilo y mi familia un remanso de paz era porque vivíamos, de alguna manera, en una burbuja. Toda mi familia era de los liberales, en contra de los conservadores, la eterna disputa nacional. Cuando llegué a León, me encontré con muchas perturbaciones. Porque los estudiantes protestaban constantemente contra Somoza y yo… me uní. Tenía 17 años y una tarde, en una manifestación, mataron a cuatro de mis compañeros. La noticia sacudió a mis padres, les entró miedo de que fueran a matarme, claro, pero yo ya tenía mi independencia.

¿No tuviste miedo?

Sí, claro. Pero solo hasta que oí disparos. Corrí y logré meterme en un pequeño restaurante y salí cuando ya todo se había apagado. Me sentí un sobreviviente, pero un sobreviviente rabioso. ¿Cómo era posible que hubieran matado a mis compañeros? Me indignó mucho. Ahí sentí que mi vida había cambiado. Esa trágica tarde nació mi compromiso ético.

¿Cómo se convirtió el chico de paz en un adolescente de guerra?

Me convertí en un adolescente que se puso de cara a la política. Incluso mi literatura nació de cara a la política. Publicaba una revista con unos compañeros y ahí sólo había lo que nosotros considerábamos literatura comprometida con la realidad. Era una revista combativa. Luego fui a dar al Frente Estudiantil Revolucionario, la base del Frente Sandinista.

¿Esa lucha tiene para ti hoy una metáfora?

Sí. Primero porque, en mi adolescencia, entrar al Frente Sandinista era estar dispuesto a dar la vida. Y cuando vislumbramos un cambio político, todo fue a más.

¿Qué te dice hoy la palabra 'guerra'?

Cuando ocurrió la guerra entre Honduras y El Salvador yo dirigía una editorial universitaria en Costa Rica, y publicamos un libro titulado 'La guerra inútil'. Recuerdo que alguien me dijo: "¡Ah!, ¿pero hay guerras útiles?" Y eso me dejó reflexionando. Años después dije: sí, por lo menos la guerra en la que yo participé ha permitido acabar con un régimen terrible. Pero eso me duró poco. Porque me di cuenta de que una guerra puede acabar con una tiranía, pero acaba engendrando la siguiente tiranía. Por lo menos en el caso de Nicaragua. Y a los hechos me remito. Por eso, también, me gustaría que la nueva transición que necesita mi país fuese democrática o, por lo menos, sin causar los daños terribles de la Revolución: miles de jóvenes muertos.

En mi primer exilio yo tenía 30 y volví para luchar contra Somoza. Hoy, en este segundo exilio, tengo 80 y contemplo que yo puedo morir en el exilio

¿Qué estado de ánimo va moviéndose por tu sangre mientras recuerdas eso?

Es cambiante. En mi primer exilio yo tenía 30 y volví para luchar contra Somoza. Hoy, en este segundo exilio, tengo 80 y contemplo que yo puedo morir en el exilio. Lo dije el otro día en el Hay Festival de Cartagena de Indias y muchos me escribieron preguntándome si había perdido la esperanza. Bueno, es que ese tipo de reflexiones tiene que ver con el estado anímico que te impone el exilio. Te entristece demasiado o comienzas a convertir la realidad en ficción: revienta un petardo y ya piensas que viene un cambio para el país. Soy consciente de que hay que cuidarse de estas cosas. No hay que irse por la desesperanza ni tampoco por las ilusiones utópicas.

¿Hay alguna guerra reciente que tú hayas ganado?

Tengo muchas batallas perdidas y ahora estoy en mitad de la batalla por la escritura. Y no creo que aún la haya ganado. Me siento con ánimos para darla, pero todavía no he salido triunfante. Porque uno siempre ha de pensar que está por escribir su mejor libro. En eso estoy. En eso sigo.

Tu más reciente libro es una crónica devastadora de lo que pasó en Nicaragua en 2018, 'Tongolele no sabe bailar' (Alfaguara). ¿Lo que pasó cuando tú eras joven también reverbera en esta novela?

Sí. Lo que viví ha dejado una huella inolvidable. Enfrentarse con la muerte a los 17 años es una cosa muy trascendental. Porque a esa edad uno no está pensando en la muerte. Porque a partir de entonces uno empieza a vivir con esos muertos a cuestas. Jamás he olvidado a esos compañeros asesinados aquella vez. Jamás he olvidado, tampoco, que pude haber sido yo el muerto.

¿Qué parte de la vida ahora es el infierno?

Rubén Darío regresó a morir a Nicaragua. Llegó desvalido en todos los sentidos. Luego le sacaron el cerebro que se disputaron a golpes, y el cerebro fue a dar al cuartel de los marinos americanos, porque Nicaragua era un país ocupado… Cuento eso en mi novela 'Margarita está linda la mar'. Hago la reflexión de que Darío no regresó a su país natal o al país de su infancia, sino al infierno. Bueno, pues Nicaragua hoy, para mí, es el infierno. Estos días están juzgando y condenando a los presos políticos sin escucharlos. Encerrados en celdas sin luz, sin medicinas, bajo interrogatorios permanentes. Ahora les están haciendo juicios de tres horas dentro de la propia cárcel y la sentencia de condena ya está lista de antemano... En fin: están en el infierno. Los que quieren salir del país y no los dejan, están en el infierno. Y los exiliados también, de alguna manera, estamos en el infierno. Son círculos del infierno todos.

Saber que mis hijas están bien en Nicaragua, es una alegría. Estar acompañado aquí por mi mujer es una alegría

¿Cómo es el infierno de los exiliados? 

Lleno de angustia, de desazón, de sentir que duermes en una cama extraña… Hay que luchar por hacerse al ambiente. Yo sigo siendo muy provinciano y a mí una ciudad grande me desconcierta. Una ciudad como Madrid tiene muchos secretos por descubrir.

En este tiempo de desasosiego, ¿has vislumbrado la alegría?

Sí, uno hace espacio para la alegría. Uno tiene que ser como una antena parabólica para captar la alegría. Ahora se están graduando mis dos nietos menores del bachillerato y se van del país a estudiar una carrera. Esa es una alegría. Saber que mis hijas están bien en Nicaragua, es una alegría. Estar acompañado aquí por mi mujer es una alegría.

¿A quién le mandarías ahora mismo una postal de este país?

Les enviaría una postal a mis hijas a Nicaragua. Una con buenas vistas de Madrid. O, mira: tal vez una con alguna reproducción de los fusilamientos de Goya.