ace 551 años (el 18 de enero de 1471), el Papa Sixto IV, quien dirigió las obras de la capilla sixtina —llamada así en su honor— y fundó los Archivos del Vaticano, inauguraba el primer museo de la historia moderna al exponer en el Palazzo dei Conservatori, en Roma, una colección de obras maestras de la escultura clásica. Inaugurado oficialmente al público en 1734 por el Papa Clemente XII, la entrada a los Museos Capitolinos se realiza desde entonces a través de aquel, que fuera una mansión del siglo XVI acondicionada para su nueva función por Michelangelo Buonarroti.

Treinta y cinco años más tarde, prácticamente por las mismas fechas (el 14 de enero de 1516) el mismo Miguel Ángel sería testigo presencial también en Roma de un hallazgo espectacular en una zona de viñas propiedad del noble Felice de Fredis de la que siglos atrás había formado parte la Domus Aurea de Nerón y más tarde el palacio de Tito. Se trataba del grupo de Laocoonte y sus hijos, que se expone hoy en día en lugar preferente en los Museos Vaticanos, una de las más famosas, junto a la Venus de Milo y la victoria alada de Samotracia, las tres pertenecientes al período helenístico.

Imagino la emoción del encuentro con semejante grupo escultórico, soterrado en el Esquilino, en el lugar exacto donde casi milenio y medio antes Plinio el Viejo vió tal vez el original griego en bronce del que la actual sería copia en mármol, como describe en un pasaje del libro XXXVI de su Historia Natural, en el que ensalza la magnificencia de su factura, esculpida en un único bloque de mármol por los rodios Agesandro, Polidoro y Atenodoro («...opus omnibus et picturae et statuariae artis praeferendum...»). Acompañaban a Miguel Ángel el arquitecto también florentino Giuliano da Sangallo, enviado por el papa Julio II ante la noticia del descubrimiento, y el hijo de aquél, Francesco, un niño de apenas once años que llegaría a ser un célebre escultor andando el tiempo y en su día maestro de obras en la Basílica de San Pedro del Vaticano —también conocido como Giamberti, por su abuelo, que a su vez fuera carpintero de Cosme de Médici—, y que seis décadas después escribió una carta con el detalle pormenorizado de los hechos: «Descendí hasta donde estaban las estatuas cuando inmediatamente mi padre dijo: ‘Eso es el Laoconte que dice Plinio’. Entonces cavaron el hoyo más grande para que pudieran sacar la estatua. Tan pronto como fue visible todos empezaron a dibujar, conversando todo el tiempo sobre cosas antiguas, charlando también sobre las que estaban en Florencia».

Es tal el virtuosismo en la ejecución de la talla que Miguel Ángel advirtió que en el muslo de Laocoonte, mordido por los colmillos de la serpiente, se aprecian músculos atrofiados por el efecto del veneno que circula ya por su sangre. En el relato de Eneas a la reina Dido en el libro II de la Eneida se nos cuenta que Laocoonte advirtió a los habitantes de la ciudad asiática acerca del sospechoso caballo de madera dejado por los aqueos supuestamente para procurar un buen regreso ante su retirada. «Temo a los dánaos incluso cuando hacen regalos» (Timeo Danaos et dona ferentis), son las proféticas palabras que Virgilio pone en boca del sacerdote troyano, hermano del rey Príamo según un anónimo latino del siglo II de nuestra era, que había cometido la imprudencia de mantener relaciones sexuales con su esposa en el interior de un templo, profanando así el recinto sagrado. Por ese motivo Posidón hizo surgir del mar unas serpientes que se enroscaron en su cuerpo y en el de sus hijos ocasionándoles la muerte al menos a Laocoonte y a Antífantes.

La literatura, como en tantas ocasiones ha ocurrido, dio sustento y vida al hallazgo, hablando a través de los siglos, aliándose con la piedra para llegar hasta nosotros hoy y traernos a Homero, a aqueos y troyanos, a Virgilio (y a otras fuentes anteriores, como Arktinos de Mileto, Proclo, Baquílides de Ceos o la tragedia perdida de Sófocles dedicada a Laocoonte, o posteriores, como el Satiricón de Petronio), a Eneas, a la embelesada Dido, a Laocoonte y sus hijos, al caballo de Troya y las serpientes, a Plinio, a Miguel Ángel Buonarrotti, a los ojos asombrados de aquel niño…

Si permitimos que desaparezca el estudio de la literatura y las lenguas antiguas (que no muertas) seremos culpables de que se pierdan referencias culturales y con ellas conocimiento y disfrute irrecuperables e insustituibles. Se me antoja inconcebible que así sea, de modo que seguiremos tratando de impedirlo, por el bien de todos, para que no sea el desconocimiento el causante de que no se aprecie o se ignore nuestro extraordinario legado.