Fría y triste, aséptica, un tanto oscura, misteriosa, pero sobre todo ausentemente elegante, enigmática y siempre caminando entre dos aguas con esa dualidad tan desconcertante, así es la obra de Romaine Brooks, la pintora estadounidense nacida en Roma cuya vida es el cúmulo de una serie de azarosas circunstancias. «Mi primer recuerdo… es una inmensa sensación de miedo», escribió en sus memorias, un sentimiento del que nunca conseguiría desprenderse.

Tras el abandono del padre, y aunque disfrutaban de una muy buena condición económica, la situación familiar se volvió un poco complicada ya que su madre se centró en el cuidado del hijo mayor, ambos con una enfermedad mental que no solo les hacía oír voces, sino que además provocó que la maltrataran e incluso se cree que el hermano llegó a abusar de ella.

A los seis años su madre también la abandonó y se marchó con su hijo a Europa. A Romaine la dejó al cuidado de una pobre lavandera de Nueva York. Quizás fue lo mejor que pudo hacer por ella... Eran pobres, pero una familia cariñosa y preocupada por su educación, e incluso aquella mujer la animaba a dibujar mientras que su progenitora se lo tenía prohibido.

Cuando su rico abuelo dio con su paradero la envió a un internado y, con catorce años, de nuevo la intervención de la madre terminó con su reclusión en un convento italiano. Tremendamente infeliz, trató de suicidarse y fue expulsada. 

A los 19 años se marchó a París con la intención de no depender más de nadie. Comenzó a dar lecciones de canto, actuó en varios cabarets, hizo de modelo... Intentó valerse por sí misma, pero su situación económica era lamentable: casi no podía sobrevivir, por lo que tuvo que pedir ayuda a una hermana. Cuando el marido de ésta fue a llevarle ese dinero que tanto necesitaba, la violó, quedando la joven embarazada y dando a luz a una niña que dejó en un convento para su cuidado. Tres meses más tarde el bebé falleció, pero ella sólo se enteró de la fatal noticia cuando cinco años después regresó decidida a llevárselo.

Para completar su formación se matriculó en la Academia de Arte en Roma, fue la primera mujer en hacerlo y, entonces, la única, aunque su experiencia –como casi todo en su vida– resultó trágica. Fue humillada, ridiculizada y acosada por el resto de sus compañeros. Solo la muerte de la madre en 1902 haría cambiar su suerte, heredando una gran fortuna que le permitió por primera vez decidir cómo iba vivir el resto de su vida. Tras aquello, se establece en una colonia de artistas en Capri donde conoce al pianista John Ellington Brooks, con el que se casa y un año más tarde se divorcia, regresando a París definitivamente. 

Tras los sucesos sufridos, con un talante atrevido y desafiante, decide cortarse el pelo y comienza a vestir con ropa de hombre, en un intento evidente de apartar de su camino a toda figura masculina. No tuvo ningún reparo en exhibir sus primeras obras en París: pinturas de colores monócromos –grises, azules y blancos– cuyas protagonistas, de apariencia andrógina, aparecían desnudas para escándalo del público que las miraba. Así comenzó a ser abanderada de la libertad sexual femenina. «Aproveché cada ocasión, por pequeña que fuera, para afirmar mi independencia».

'Lady Troubridge' (1924)

'Lady Troubridge' (1924) Smithsonian American Art Museum

Ambiguas, desconcertantes –como lo era ella misma–, con ciertos toques de pudor, sus pinturas se mueven en un doble juego de intenciones: permanecen en continua lucha por reivindicar su presencia mientras que al mismo tiempo tratan de pasar desapercibidas tras esas miradas ocultas bajo las sombras en un segundo plano, y de fondo una extraña melancolía, esa que siempre acompañó a la artista, envuelve cada escena creando una atmósfera mágica. Retrató a toda la sociedad bohemia, homosexual y famosa del momento con una capacidad extraordinaria para captar la esencia de sus modelos, la fragilidad de la mujer y la sensualidad de ahí que se la conozca como ‘la ladrona de almas’.

Uno de los grandes amores de Romaine Brooks fue la bailarina rusa Ida Rubinstein, icono de la Belle Époque, a quien tomó como musa de muchas de sus obras, entre ellas La travesía, escena de gran componente dramático-sexual donde su menudo cuerpo tumbado, no se sabe si viva o muerta, quizás dormida tras un dulce éxtasis amatorio final, descansa rodeada de un absoluto fondo negro. Su amor terminó con la llegada de la I Guerra Mundial: ella necesitaba salir y relacionarse mientras que su amante pretendía esconderse en el campo debido a su ascendencia judía.

En 1914 pintó una de sus obras más icónicas, La cruz de Francia, un autorretrato en el que la artista aparece vestida de enfermera como un gesto declarado contra la guerra, obra que además subastó para recaudar fondos en ayuda a la Cruz Roja. Este acto le valió ser reconocida por el gobierno francés con la Legión de Honor al finalizar los conflictos. 

'La cruz de Francia' (1914). Smithsonian American Art Museum

Sus retratos de mujeres lesbianas, libres como ella, que no se avergonzaron por mostrar su condición sexual siempre fueron el eje fundamental de su pintura, y aunque no obtuvo el reconocimiento artístico que hubiera merecido, tampoco le importó: en realidad no necesitaba vender su arte para vivir, así que las críticas de cínicos e hipócritas como Truman Capote –que calificó su trabajo como «una galería de bolleras»– no le afectaban, más aún si tenemos en cuenta que el propio escritor era homosexual.

Vivió en libertad y así también murió el 7 de diciembre de 1970, con 96 años. Su propio epitafio, escrito por ella misma, deja claro la autodeterminación de una mujer para la que el amor tenía multitud de variables: «Aquí está Romaine, que sólo pertenece a Romaine».

Nadie fue nunca dueño de su vida ni de sus decisiones, y su pintura era demasiado moderna para una sociedad marcada por el tabú de la sexualidad femenina, pero esto no le impidió hacer de su arte un auténtico camino de autoexploración personal muy apartado de las modas artísticas del momento, una pintura que era igual de libre que ella. f