En 1942 se publica El último encuentro, de Sándor Márai, una novela que describe una experiencia moral a través de las confesiones de un viejo general del imperio austrohúngaro que, retirado en la mansión familiar, lleva una vida en soledad, con sus criados y con su nodriza, con la que mantiene una relación extraña, especial. El general vive en una de las alas del castillo y no se deja ver nunca desde la muerte de su mujer. Su vida reproduce, en realidad, los esquemas de su familia, de sus antecesores, una generación que vive en el honor, en el orgullo de la palabra dada. El general ha pasado casi toda su vida, en concreto cuarenta y un años, a la espera de algo que por fin se va a producir: el reencuentro con un viejo amigo, Konrad, un antiguo camarada.

El esperado encuentro entre los dos amigos debe sacar a la luz la verdad, que se encuentra sepultada en unos acontecimientos acaecidos en el pasado. El general desea, además, que al recibir a Konrad todo sea como antaño, desea que se repita todo, con los mismos elementos, porque de lo que se trata es de dar sentido al pasado y, con ello, dar sentido a la vida misma.

Para poder comprender el alcance del ritual que se va a celebrar entre los dos viejos amigos, Márai se toma su tiempo en contar la historia de amistad entre el general y Konrad, surgida en la juventud, en una academia militar vienesa. La convivencia entre los dos amigos es extraña y única, una relación llena de pureza, que parece ajena al mundo. La vida en común de los dos transmite la felicidad de Viena, la felicidad de toda una ciudad, una alegría que parece flotar en el ambiente de orden y seguridad que transmite el imperio. A pesar de la amistad que los une, a pesar de vivir juntos en Viena mientras realizan su primer servicio al emperador, ambos muchachos son muy diferentes. Konrad ama la música, mientras el general ama la caza. La música y la caza expresan, por así decirlo, las distancias, a fin de cuentas quizá insalvables, entre los dos amigos.

Los recuerdos del pasado fluyen en la narración antes de la llegada de Konrad, antes del ansiado encuentro. Las fiestas de antaño, que destilan el perfume del antiguo imperio austrohúngaro, y la estancia en Bretaña a los ocho años, donde el rumor del mar se asemeja al de los bosques en Hungría, sirven para dibujar la sensación de que «todo está conectado en el mundo». Prevalece un aire de misterio (un cuadro que falta en las paredes), un personaje femenino en la neblina del tiempo, Krisztina, la mujer del general, que ya ha muerto. Prevalece, sobre todo, la nostalgia del pasado.

La confesión, larga y prolija del general, una vez se ha producido la llegada de Konrad, es una recreación del pasado, de la dimensión externa de los acontecimientos, la guerra y la revolución rusa, que lo han cambiado todo, pero, sobre todo, de la dimensión interna de unos hechos que transformaron las vidas del general, de Konrad y de Krisztina. Las reflexiones del general van desgranándose, poco a poco, hasta llegar a un acontecimiento único, clave en sus vidas. El secreto que yace en la historia radica en una cacería, en un instante último en que todo se resuelve en un bosque, como si la vida entera de los personajes se definiese en ese instante. Ese secreto define la infidelidad de Konrad, que supone, y esto es lo verdaderamente importante, una traición a la amistad, a un valor eterno que sustenta la vida entera del general.

La confesión íntima que recorre gran parte de la novela se presenta, en definitiva, como una especie de ajuste de cuentas con el pasado.