Aunque este libro no sea el mejor del autor hay que tenerlo en cuenta porque Stanislaw Lem sí que es el mejor autor de su género. Su prosa sólida y su profundidad metafísica recuerdan a Borges. Y como este, también transitó géneros y tonos menos solemnes con los que se divirtió poniendo su fértil imaginación al servicio de la faceta más lúdica de la literatura.

En El profesor A. Donda Lem nos relata la historia de un estrafalario doctor, denostado por sus contemporáneos, que llevado por el azar y el oportunismo termina impartiendo clases en una universidad africana de una materia que ni él mismo sabe si existe. En sus estudios, para complacer a sus valedores y mantenerse asegurado el sillón académico, entrevera la informática y la brujería. La brujería y la tecnología. Realiza complicados cálculos con una computadora con la intención de materializar, de un modo científico, encantamientos. O dicho de otro modo: programar todos los conjuros y hechizos creados por la Humanidad. La carrera académica de Donda, su objeto de estudio y sus ulteriores experimentos son el corolario de una serie de equívocos y resbalones. Como si el relato de su vida hubiese estado regido por el error. La historia, cómica y disparatada, posee un aire de ternura gracias a sus patéticos personajes. Lem, como en otras obras suyas (Diario de las estrellas) se vale del humor, la ciencia ficción y la ironía para observar su mundo y radiografiarlo. La ciencia ficción, aquí, es la herramienta sutil con la que armar y desarmar una sociedad abandonada a la ciencia y que pierde, a cada paso, su humanidad. Porque como nos advierte Ijon Tichy, el narrador de esta postapocalíptica comedia, «el desarrollo de la cibernética es una trampa puesta por la Naturaleza a la Razón».

El colapso que propone aquí Lem es un tema bastante exagerado, quizá recurrente en nuestros días pero no tanto en el momento de escribir este relato. Un apocalipsis provocado por el exceso de información al llegar a su ‘masa crítica’.

¿Es esto posible? Hace diez años se llevó a cabo un curioso experimento. Consistía en tratar de mensurar el peso de la información que albergaba Internet. Mediante un cálculo aproximado, el físico Russell Seitz midió sus cinco millones de TB, y llegó a la conclusión de que el peso total de los electrones que componían los datos de internet era de unos 50 gramos. Una nimiedad. Este peso, a día de hoy ha pasado a ser de una tonelada y media de datos.

No es que sea una cifra escandalosa, teniendo en cuenta la gran cantidad de datos que alberga la Red. Pero sí que es llamativo el aumento del peso. Quizá la broma que propone Lem para articular esta nouvelle llegue algún día a ser un problema de peso.