A mirar al mundo con la debida seriedad y la necesaria comicidad, a relativizar los problemas para ser capaz de plantear posibles soluciones. Todo esto me enseñó Saramago. Su intensa y reconfortante luz me mostró un camino literario y vital que, al margen de si me ha llegado o no a convertir en buen caminante (o, simplemente, en mero paseante), he asumido como un vivificante regalo del azar. Podría no haber arribado nunca al puerto de sus páginas y, quizás, adquirir esa noción de andante en muelles ajenos, pero una vez que se asentó el maestro en el trayecto de mis lecturas, no he podido dejar de tenerlo presente. De él aprendí buena parte de lo que considero que es escribir e interioricé la virtud y necesidad de las relecturas para ensanchar el ámbito perceptible por el intelecto; y aunque nunca he leído ninguna de sus obras en su lengua natal, la propia, la que conocía y dominaba, el mucho tiempo pasado bajo su sombra me ha permitido constatar que la grandeza de un autor o autora suele inundar a cuantos trabajan en su universo: traductores, correctores, editores, etc.

Saramago es un don de la naturaleza que, sin pretenderlo explícitamente, posee la virtud de enseñarnos a ser mejores aprendiendo a ver y sentir de un modo alternativo el mundo del que formamos parte. No es un moralista, pero cuántos valores nos inculcan sus páginas; de ahí que sea inevitable preguntar: ¿en qué medida las cualidades propias de los líderes espirituales no le son atribuibles? Por eso he utilizado al principio vocablos como ‘devoción’ y ‘fe’; y por eso me reafirmo en lo dicho nada más comenzar: que, como escritor, todo se lo admito… Todo. Y todo se lo perdono… como cabe hacer con lo último que se ha publicado de él: la desconcertante novela La viuda, que ha tardado casi tres cuartos de siglo en ser traducida al español.

La viuda Joaquín Vallés

RECIÉN TRADUCIDA AL ESPAÑOL. Bajo el impulso de los actos que conmemoran el centenario del nacimiento de José Saramago, que se celebrará en 2022, Alfaguara publica la primera versión en castellano de su ópera prima: La viuda, que vio la luz en la editorial Minerva de Lisboa en 1947 y que, como se nos apunta en la advertencia preliminar, tendrá «un título al que no se acostumbrará nunca» un por entonces joven escritor de 24 años que acaba de ser padre de una hija a la que llamará Violante: Terra do pecado. Una somera revisión de las ediciones que ha tenido la novela refleja su escaso o nulo éxito, pues no se volvió a editar hasta 1997, en la editorial Caminho; y solo porque su autor ya era una celebridad mundial, tanto que un año después recibiría el Premio Nobel de Literatura. Aunque sea incuestionable la cantidad de ediciones y reimpresiones que hubo en el citado año, en los siguientes (1998 y 1999, los del aura del laurel sueco, que acerca a los que nada saben del galardonado) y en algunos posteriores (2001, 2004, 2010 —cuando murió el autor— y 2015 —bajo otro sello, Porto Editora—), creo que, con el tiempo, tanto la recepción de la obra como el producto en sí no alcanzaron a satisfacer a Saramago. De ahí ese medio siglo entre las dos primeras ediciones (1947 y 1997); cincuenta años que no justifico con el olvido, sino con un sutil desprecio o una lacerante incomodidad, o ambos sentimientos a la vez. ¿Pudo afectar este intuido desdén en ese dejar a un lado la que iba a ser su segunda novela, Claraboya, compuesta en 1953 pero no publicada hasta 2011, un año después de su fallecimiento? ¿Fue clave esta supuesta vergüenza para que abandonara cualquier voluntad hacia la prosa de ficción y, entre traducciones, se animase a publicar en 1966 un poemario Os poemas possíveis?

Sobre el convencimiento de la existencia de ese rechazo se asienta la validez de las cuestiones planteadas que, confieso, no puedo responder sin atender a una consideración: que La viuda tiene una importancia capital en la trayectoria del portugués; y no tanto por sus virtudes, sino precisamente por sus defectos (por denominarlos de algún modo).

Tras la lectura detenida de la excelente traducción de Antonio Sáez Delgado, a quien agradezco el buen trabajo que ha hecho a la hora de hacer menos árido un texto tan encorsetado, tan rígido por su dependencia de los clásicos decimonónicos protagonizados por mujeres (Madame Bovary, por ejemplo); tras la lectura detenida, repito, fue un sorprendente hallazgo el paralelismo que hay entre las rutas novelísticas del portugués y de Cervantes, cuya primera novela fue La Galatea (1585), una obra pastoril con la que probó suerte en la literatura. Al no recibir el alcalaíno las «apacibles voluntades» de los lectores que esperaba, optó por dejar a un lado cualquier proyecto poético para ocuparse en otros quehaceres más productivos de cara a la supervivencia.

Veinte años separan La Galatea de la primera parte del Quijote (1605), su segunda novela; poco más de dos décadas hacen lo propio entre Claraboya y la obra que supuso el ascenso de Saramago a la consideración de gran escritor: Manual de pintura y caligrafía (1977), aunque se suele apuntar que el divino camino se inició con Levantado del suelo (1980). Claraboya, en la homología con Cervantes, vendría a ser la prometida y nunca cumplida segunda parte de La Galatea, que el español tenía avanzada en lo que respecta a muchos de los relatos que iba a insertar dentro de la trama principal; historias estas que, naufragado el proyecto editorial ante el poco éxito que cosechó su galateico estreno, acabaron ubicadas en sus novelas posteriores, fundamentalmente en el Quijote de 1605.

Como en la prima cervantina, la de Saramago sirvió para determinar por dónde debía ir el genial portugués. Vista con la perspectiva del tiempo y los acontecimientos, no es La viuda una obra de continuación, sino de transformación. Las circunstancias de su publicación y la constatación del producto final y sus consecuencias debieron conducir a nuestro ilustre canario de adopción a cambiar de dirección, que no de sentido, pues su voluntad, nos lo apunta en la advertencia inicial, era la de ser escritor. Ahí es donde cabe señalar la importancia de esta novela y la razón principal de la gratitud que le debemos los saramagófilos. Creo que el mito de San Pablo y su caída del caballo cuando iba hacia Damasco encaja a la perfección con la situación que planteo.

En comparación con el resto de la producción novelesca del maestro portugués (incluyendo, aunque a cierta distancia, Claraboya), quizás sea la obra que nos reúne la pieza más anti-Saramago. Carece de las virtudes que envuelven a sus hermanas: la percibo sin asideros literarios suficientemente atractivos, posiblemente por esa voluntad folletinesca que se detecta en su composición y que obedece, sin duda, al público que el autor tenía en mente como probable consumidor del producto libresco. A lo largo de sus 318 páginas se hace inevitable concluir que, a pesar de la presencia de algunos pasajes de alto valor poético, estamos ante el guion de una telenovela. Pero esta deducción viene con un aditamento fascinante: que nos hallamos frente a un dramón cuya singularidad y asombro no reside en su contenido (que es el previsible en este desacreditado género literario), sino en la consecuencia de su publicación; o sea, en la importancia que tuvo para la trayectoria novelística de Saramago hasta el punto de que lo hubiésemos perdido si A Viúva (título que deseaba que tuviera) o Terra do pecado (enunciado que le impusieron) hubiese triunfado; como hubiésemos perdido el Quijote si La Galatea le hubiese franqueado a su autor las puertas de la corte y hubiese cumplido con el propósito de conseguir en América, por ejemplo, una de las vacantes que había. Por eso agradezco tanto la existencia de esta ópera prima saramaguiana, aunque no me haya causado ninguna perturbación estética y me obligue a situarla en las antípodas de lo que constituye el legado edificante e inmortal del portugués.

La novela está dividida en 25 capítulos sin enunciar más una advertencia sobre la que algo he apuntado hace ya unos cuantos párrafos. Es una pieza muy interesante por lo que tiene de autobiográfica, aunque esté escrita en tercera persona. Se redactó con posterioridad, cuando ya era conocido; y se remató, no sin ciertas dosis de retranca, con una afirmación clara acerca del poco éxito que tuvo: «Realmente, a juzgar por lo visto, el futuro no tendría mucho que ofrecer al autor de La viuda».

importa más el ‘qué’ que el ‘cómo. El séptimo capítulo arregló algo el asunto de los iniciales, gracias en buena medida a la «pequeña lección de metafísica» que la viuda dicta a su principal criada, Benedita, quien ve en María Leonor alguien fascinante y, a la vez, desconcertante; pero a continuación, con el octavo, la incipiente alegría de lector se chafó con un empalagoso capítulo dedicado a la celebración de Nochebuena. El noveno amaga con una pequeña subida (cambios de humor de la señora, quizás porque le hace falta un hombre (como llega a decir la criada Joaquina), y empeoramiento de la relación con la referida Benedita), pero en el décimo me encuentro nuevamente con uno que, a mi juicio, es insustancial: el del examen de Dionisio, el primogénito de María Leonor. Reconozco que las partes de la novela donde los niños adquieren protagonismo me resultan (por decir algo suave) sumamente prescindibles: la recogida de João en la estación (XXI), la pesca con Sabino (XXIII)… Me sobran, lo admito. Las justifico como posibles ejercicios de remembranza personal de su jovencísimo autor, pero poco más.

Al finalizar el capítulo XIV, tras una situación embarazosa protagonizada por María Leonor y Antonio, el hermano de su difunto marido, la novela alcanza su punto álgido; o sea, el instante que condicionará irremediablemente el desarrollo de la historia que está por contarse y que se progresará a partir de dos binomios contrapuestos y, a la vez, necesarios entre sí: por un lado, la relación de odio/temor que mantienen la señora y su principal criada; por el otro, el vínculo de dependencia (aunque con enfoques diferentes) que sostienen la viuda y el doctor Viegas. Visto con la eficaz perspectiva que da la lectura completa de la novela, estas dualidades, como trazado conceptual previo a la composición, están muy bien planteadas, a pesar de que su desarrollo en los capítulos posteriores se presente lleno de altibajos: trozos admisibles y mejorables conviven en unas páginas que, según el interés del joven escritor, como nos cuenta en la ya referida advertencia, podían haberse publicado en la Parceria António Maria Pereira, la editorial más antigua de Portugal, fundada en 1848.

Aun así, aceptando que no ha sido una experiencia gozosa la lectura de La viuda, debo reconocer la existencia de momentos que han merecido la pena ser leídos y que en este sucinto análisis se han de atender con sumo cuidado, pues estamos ante una obra donde importa más el ‘qué’ y queda en un segundo plano el ‘cómo’; o sea, interesa más la progresión de los acontecimientos narrados y bastante menos la solidez de la escritura poética. Solo muy al final podemos percibir la razón de la lucha interna que ha venido manteniendo la criada y, lo más extraordinario aún, la que a su vez también ha llevado a cabo Saramago para contener la fuerza de este personaje que muy bien podía haber inspirado el título de la novela:

Creo que el final es, dentro de lo que cabe, el mejor de los posibles: coherente con la manera de ser de los tres personajes principales y con esa pizquita de intensidad y sorpresa que ayudan a esbozar una sonrisa de satisfacción cuando la experiencia lectora toca a su fin.

Enorme acierto, sin duda; y gran tema de fondo el abordado en La viuda que la prudencia me obliga a no explicitar. Reconozco que merece la pena sobrellevar buena parte de la novela con tal de llegar al premio de los capítulos XXIV y XXV, y constatar que, de esta obra, es posible que el único superviviente en el camino literario del maestro portugués sea el doctor Viegas. Quizás porque su sombra está de algún modo detrás de los narradores que a partir de 1977 comenzaron a edificar para la posteridad el nombre de José Saramago, el padre de Violante.