En una reciente excavación en la antigua ciudad de Mileto, en la costa occidental de la actual Turquía, se ha descubierto un resto de estatua con el nombre de Anaximandro: una cabeza, un rostro y una mano en gesto reflexivo, plantados en un torso atlético. En la piedra de fondo, y como una aureola sobre la cabeza, está inscrito, en griego, el nombre de este sagrado filósofo.

Parece que su ciudad le reconoció a través del monumento pero, sobre todo, por medio de la inscripción de su nombre en un trozo de la tierra de su patria; y ésta vuelve a salir a la luz a través de la misma materia de la estatua y la piedra inscrita con el nombre de Anaximandro, que un día (en nuestro tiempo) habría de descubrir la arqueología.

Posiblemente, tanto para los milesios como para el filósofo, el proceso no terminaba ahí. La fusión de la tierra patria con la inscripción conmemorativa en la estela de piedra y con la figura en la estatua debía seguir con la fusión con la tierra (elemento) y, finalmente, con el arjé indeterminado. Este arjé indeterminado, infinito, principio y fin de todo, es lo que manda, como su nombre indica: es la destrucción y el nacimiento sin cesar de todo. Arché o arjé, arqué en latín, está en la misma palabra arqueología, y en arquitectura, pero también en anarquía (no mando), monarquía (un solo mando), etc; significa, en efecto, mando.

Sabemos poco de la vida del filósofo, que floreció a principios del siglo VI antes de Cristo. Fue consejero de su ciudad, aconsejó con su ciencia matemática en la colonización, por ejemplo, de Apolonia, hizo un mapa de las tierras conocidas entonces, y como matemático (tuvo a Tales por maestro en matemáticas y en filosofía) fue el primero que discurrió sobre lo in-finito, lo que no tiene límites: o sea, casi sobre un imposible para la mente (más aún para una mente tan racional y lógica como debía ser la de un milesio, matemático además). Imagínate, lector, un conjunto, un número cualquiera o una figura geométrica cualquiera: incluso un concepto, por ejemplo, ‘volcán’ o ‘materia’. Pues quítale el límite, o sea, aquello que lo define, su contorno, su perímetro; dibuja un triángulo en la arena y luego bórrale los límites, lo que queda es la imagen del arjé infinito, pero es nada hasta que no recibe otro molde, otro límite. Piensa en un número, por ejemplo, 3020, y por un momento de olvido o distracción pierde la exacta cantidad de unidades que has invocado, y te hallarás de nuevo en ese fondo angustioso, caótico, de lo no límite, de lo impreciso, pues 3020 no es otra cosa que esa suma exacta de unidades, una a una; nada que ver con sus aproximaciones, 3021 ni 3022 ni mucho menos con esas medias caídas de los decimales que quieren y no pueden llegar al número preciso invocado de 3020 unidades.

Nos movemos en un mundo extraño, indócil a la vista racional allí donde no hay límites y precisión. En cambio, cuando se trata de la vista sensible o de la percepción en general, como sabían ya los griegos y demostró la moderna Psicología de la Gestalt siguiendo a Kant, los trazos o límites de las cosas no son continuos, sino porosos, incluso parece que han de ser físicamente así (como queso gruyère) para que la mente ponga atención en las cosas y de alguna forma las ordene y estructure o cierre.

Así que el arjé infinito, ilimitado, el apeiron de Anaximandro nos sería algo tan familiar, tan circundante que no nos percatamos de ello porque la mente se anticipa con su ordenamiento, su forma y concepto; y lo que nos parecía extraño es, finalmente, la representación o el poder, que también tiene la mente, de pensar en la posibilidad, al menos, de un mundo real, fuera del orden racional que obliga a esa realidad (ciega) a presentarse de forma clara, sucesiva, lógica: tratable y doméstica. Colonizada por la razón.

Resulta paradójico que Anaximandro, respondiendo a sus deberes políticos, fuera organizador como matemático de la colonización de nuevas ciudades, y por otra parte, el que introdujo el infinito en la ciencia y en la filosofía. Colonizar (término que no proviene de Cristóbal Colón, como dijo un presentador de televisión, para amonestar a los usuarios de esa palabra); colonizar, digo, es construir-reconstruir-descubrir orden; tres cosas a la vez: colonizar es construir un orden frágil y reconstruir lo destruido constantemente (y mientras la tendencia destructiva nos golpea la espalda, tratar de contener, incluso con los dedos de los pies, la corriente incontenible); y colonizar más aún es descubrir orden , anticipar o viajar a nuevos territorios, colonizar es hacer habitable un mundo prehumano.

Si queremos tener motivos para ser pesimistas, claro que los hay. De hecho esa lucha, pólemos o guerra inherente al colonizar es la existencia, y su condición trágica. Este mundo no es un parque ecológico ni un parque temático como la ficción actual nos quiere vender. El verano pasado (según leí) unos ciclistas que hacían deporte por las rutas ecoturísticas de la montaña aragonesa se quejaron de haber sido perseguidos por los mastines de unos pastores que nada sabían de sus derechos. Se llenaron de razón para reclamar ante la oficina de turismo. La naturaleza como parque temático es una visión retrógrada, que a alguien interesa inculcar a la infancia lactante que según la publicidad somos ya todos.

Claro que hay, ha habido y habrá excesos en la acción transformadora, colonizadora. Y hay, ha habido y habrá siempre reacción, peor casi siempre que los mismos excesos de la acción colonizadora. La misma acción conlleva, en su ser, destrucción: esa fue la lección profunda de Anaximandro. Acción y destrucción son un mismo arjé o principio. Ahora bien, si queremos ser optimistas, seámoslo: yo prefiero esto, prefiero pensar que el mismo arjé que crea y destruye mundos no puede dejar de volverlos a crear y destruir; como el alfarero.