Decía Tito Puente, el rey del timbal, que a cualquier cosa que le pongas un ritmo latino, suena mejor, y tenía razón, porque el cruce de géneros tiene mucho sentido. Una vigorosa mezcla de influencias es lo que ha hecho de Paquito D’Rivera el músico que es hoy.

Paquito D’Rivera, que en el latin jazz desempeña un papel de embajador y embaucador a la vez, vino a revisar la hipótesis que sustenta su álbum Jazz Meets the Classics y de paso clausurar por todo lo alto el 40ª Cartagena Jazz Festival. Se presentó con un sexteto integrado por el argentino Diego Urcola a la trompeta y el trombón, Pepe Rivero al piano, Yelsy Heredia al contrabajo, Yuvisney Aguilar en la percusión y Lukmil Perez en la batería. Lo que se dice un equipo ganador, una banda dinámica en alcance y autocontrol, oscilando entre tempos y secciones, agitando la calma.

La gran naturalidad de D’Rivera para conectar con lo mejor del jazz afrocubano, su técnica impecable como instrumentista y su uso del humor, cercano al de Dizzy Gillespie, le permitieron conquistar al público. El sexteto respondió bien a la propuesta de un líder que enseñó una técnica incontestable, especialmente al clarinete. Brillaron sobre todo el piano de Rivero y la trompeta de Urcola, que se movían cómodos en el lenguaje propuesto por D’Rivera. La colaboración del trompetista argentino con el saxofonista cubano en múltiples proyectos ha creado entre los dos una profunda complicidad. Urcola demostró ser un músico de increíble rango y destreza, lanzando líneas rápidas al unísono e improvisando contrapuntos como solo los músicos más hábiles pueden hacer.

Los músicos intercambiaban ideas con velocidad y buen gusto. Hubo mucho que saborear en el palpitante acompañamiento del trompetista/trombonista y la brillantez al piano ‘ellingtoniano’ de Rivero. Los solos de D’Rivera mostraron una poesía desarmante. Tocó sobre todo el clarinete (su voz más efervescente) y el saxo alto (su voz más fuerte). Su versión brava y elocuente del segundo movimiento del Concierto para Clarinete en La Mayor de Mozart (aquel Adagio que arregló desde las filas de Irakere) sonó como un blues de Nueva Orleans que iba aumentando la velocidad hacia la cadencia, mezclando una palpitante fraseología clásica con su propia elocuencia, alegre y vigorosa del clarinete. Ahí escuchamos su toque más apasionado, y al ser tocado «como se debe» demostró que el gran compositor no era de Salzburgo sino de Nueva Orleans. Se lo había dicho Wynton Marsalis.

Oír para creer

D’Rivera posee un sentido de la orientación rítmica y melódica portentoso, que en jazz es lo mismo que decir que nunca se queda sin ideas, y en compañía de su sexteto, comandado por Pepe Rivero, proporcionó un espectáculo fantástico.

Chopin fue aludido con frecuencia, y D’Rivera también bromeó, tras el comienzo volcánico con la Fantasía Impromptu, sobre su procedencia ("de la parte caribeña de Polonia") antes de acometer un bolero titulado Nocturno en la celda ((basada en el Nocturno Opus 9 Nº 2 de Chopin) con protagonismo del piano de Rivero. A lo largo de casi dos horas, que pasaron volando, hubo recuerdo para el gran Dizzy Gillespie -uniendo I remember Dizzy con A Night in Tunisia- ; homenaje a Chick Corea -una revisión de su Armando’s Rhumba-, que empezó con un canto yoruba del percusionista, dotado de gran sensibilidad para el color rítmico, donde D’Rivera cogió el saxo, Urcola se puso al trombón y hubo un notable solo de contrabajo scateando sobre las notas. Poseídos por el ritmo , D’Rivera parecía mostrar unos deseos irrefrenables de tocar las maracas, haciendo el gesto, y hasta se marcó con gracia unos pasos de rumba. Del trompetista hicieron El Duelo, con ritmo de chacarera y arreglo muy jazzistico, que sonó experimental mientras el pianista improvisó delicadamente My favourite things, y dejando brotar la cubanía con el cajón.

Contó D’Rivera que, según García Marquez, los novelistas necesitan 200 páginas para escribir una novela, pero que los boleristas solo necesitan 32 compases para contar una historia. Y explicó que ese era el caso de la compositora portorriqueña Silvia Rexach, de quien interpretaron uno de sus boleros más conocidos: Olas y arenas. Una dedicatoria a Bebo Valdes (P’a Bebo) con clave de chachachá, en la que cantaban «los murcianos llegaron bailando el chachachá», hizo de prólogo para invitar al trompetista Pedro Nuñez, al que había conocido en una anterior visita que hizo con Chano Dominguez, e improvisaron sobre un tema de Bill Evans (One day my prince will come, arreglo de Blancanieves); un acto de generosidad que aprovechó muy bien Núñez, con un fraseo delicado, suave, de singular dulzura, sugiriendo a Chet Baker. La réplica del clarinete de Paquito fue una maravilla de sensibilidad. Luego siguieron con una pieza que D’Rivera compuso para el bajista de Irakere y que grabó Eddie Gómez (El bajonauta). Y después de hacernos cantar una melodía muy sencilla, se marcharon con algo muy especial: un fragmento de la Suite Andalucía para piano solo de Ernesto Lecuona (no podía estar ausente en el repertorio) que terminaron fundiendo con Siboney, impregnada de misterio exótico a lo Duke Ellington, pero manteniendo el carácter del original: los ornamentos del piano para el tema central, mientras la percusión proporcionaba tensión rítmica con las congas, descubrían corrientes subterráneas solo esbozadas en el original.

La imagen de D’Rivera, bailando, nos dejó una idea de en qué consiste la felicidad. Y se fueron haciendo jaleos como los flamencos, poniendo de manifiesto que el jazz es algo divertido, y que, con D’Rivera, hay que oír para creer.