Dostoyevski anunció el mundo actual en muy diversas formas. En sus obras encontramos la pobreza, el alcohol, el juego, el radicalismo político, la disolución de la tradición o el relativismo moral. Proféticas fueron sus novelas Crimen y Castigo donde reconocemos rasgos del superhombre de Nietzsche, y Los hermanos Karamazov en la que los conflictos paterno-filiales anticipan el psicoanálisis de Freud. 

En esta última obra, dentro del apenas respirable ambiente de hermanos, y verosímiles parricidas, fue donde el autor proclamó el advenimiento de un mundo regido por el totalitarismo más fanático. Durante un célebre momento de la novela nos encontramos a los hermanos Iván y Aliosha, hablando a solas. Iván, cínico e inteligente, no duda en ofender los sentimientos religiosos de su hermano con una inquietante narración. Cristo habría vuelto a la tierra nuevamente, aunque no para hacer realidad su reino mesiánico, es decir, no vuelve con pompa y majestad sobre una alfombra de nubes y escoltado por los ángeles, sino que hace una pequeña visita, como de cortesía, a Sevilla. Ocurre en la época más oscura de la inquisición española, humean las hogueras donde habrían ardido innumerables inocentes tenidos por herejes o brujos. Aun sin pretenderlo, su identidad es fácilmente descubierta, pues pronto sana a un ciego en plena calle, y devuelve a la vida a una niña con cuyo cortejo fúnebre se encuentra. Es Cristo, sin duda. El revuelo que levanta despierta la atención del Gran Inquisidor, quien lo reconoce, y sin dudarlo, manda su arresto. 

El Gran Inquisidor es un nuevo Poncio Pilatos, solo que más severo; reprocha al Salvador el atrevimiento de haber vuelto a un mundo al que hubiera debido olvidar, pues había exigido tanto, tantísimo, y tan difícil a la humanidad entera. Cristo había mostrado a los hombres el camino para vivir amparados únicamente en la bondad y en la virtud, sin misterio, sin autoridad, sin milagros ni supersticiones. Eso era demasiado para la gente sencilla; algo quizá bueno para unos cientos o miles de elegidos, pero no para los miles de millones de seres humanos débiles, que necesitan sentir el peso del poder, percibir el prestigio de la autoridad; que precisan de la acuciante proximidad del misterio para poder soportar la vida. 

La Iglesia precisamente se habría encargado de corregir el legado de Cristo. El Gran Inquisidor hace una atrevida interpretación de las tentaciones de Jesús en el desierto, en las que el Diablo se habría comportado como un verdadero amigo de la humanidad, ofreciendo a precio de ganga convertir las piedras en pan, y poner al alcance de la mano todas las riquezas materiales que otorgan seguridad a condición tan solo de un leve acto de sumisión. Más grave aún, Cristo había cerrado las puertas del misterio negándose a que interviniera la mano poderosa de Dios, la cual no hubiera permitido que su Hijo se torciera un tobillo, en el caso de haberse arrojado al vacío. 

Había estado todo al alcance de la mano, pero el Unigénito dijo tres veces no. Y al hacerlo habría dejado en la estacada a tantos débiles humanos, leves criaturas de un día, que necesitan por encima de todo estos apoyos. Los hombres bien podrían mandar a paseo toda la autonomía personal, el libre albedrío y la capacidad de elegir entre el bien y el mal, simplemente por gozar de una vida menos horrible, menos dura y sobre todo más estable. No es ejercer la libertad, sino delegarla, ser exonerado de la obligación de pensar, lo que la raza humana que puebla la tierra desea. Cristo trae la libertad y con ella la incertidumbre; la Iglesia trae, por contra, la sumisión, y con ello, la seguridad. Cristo ha arruinado y condenado a la infelicidad al hombre débil y sencillo. La Iglesia con su administración del misterio y del rito había traído la estabilidad, la confianza en la permanencia. El Inquisidor pretende quemar a Cristo en la hoguera y solo un momento de debilidad final lo lleva a conmutar la pena. Pero el mundo no es lugar para el Divino Pastor. «Vete y no vuelvas jamás por aquí», espeta el viejo clérigo, echando al Hijo de Dios a la calle. 

El relato de Iván Karamazov no es solo una historia inspirada en la leyenda negra española, ni tampoco una alegoría anticlerical del movimiento ateísta ruso. Dostoyevski formula aquí la primera advertencia creíble contra el totalitarismo moderno. Anuncia el advenimiento de poderes que dominarán simultáneamente la esfera de lo simbólico y de lo terrenal. Fue en ese momento cuando Dostoyevski se convirtió en profeta y anunció las pesadillas políticas del siglo XX, aquellas que continúan amenazándonos hoy día, cuando con tanta imprudencia como ceguera las dábamos por desaparecidas.