Grace y Edward conforman un maduro matrimonio que lleva una existencia monótona en un pueblo costero del sureste de Inglaterra. Un fin de semana reciben la visita inesperada de Jamie, el hijo veinteañero que llega desde Londres. 

Así comienza Regreso a Hope Gap, la película de 2019 de William Nicholson, adaptación de su propia obra teatral, The Retreat from Moscow. El cineasta vuelve por tanto a un tema sentido, la ruptura matrimonial de sus padres, del que hará un examen detenido, cauteloso, no exento de amargura. Al trasladar la acción a la pantalla, sustituye sin embargo la metáfora literaria de la obra teatral (la derrota de las tropas napoleónicas en Rusia) por otra estrictamente visual: el paisaje.  

Hope Gape, una cala de aguas cristalinas cercana al pueblo, se convierte así en escenario del principio y final de la película. En esa playa jugó Jamie de niño bajo la atenta mirada de su madre. Detrás, abrazándolo todo, como un personaje más de la historia, la pared blanca del acantilado de las Seven Sisters, las colinas esculpidas por la acción de las aguas…

Al contemplar estas colinas (un suave tapiz verde que recorre la costa), entendemos que aquí no cabe un drama pasional, sino más bien una agradable caminata, un sinuoso paseo por los sentimientos, al lado del abismo. Así es como transcurre el apacible viaje por la vida de Grace y Edward. Tras 29 años de convivencia, ella sigue siendo la misma mujer creyente, vitalista, enamorada de un marido reservado, casi hermético, al que trata inútilmente de sacar del refugio de sus investigaciones históricas. Hasta que una luminosa mañana de domingo, al volver Grace del oficio religioso, Edward se sincera anunciándole que todo ha terminado, que la abandona por otra mujer.

Las plegarias de Grace han sido cruelmente atendidas: el Edward timorato ha dado paso a un Edward ‘nuevo’, enérgico y franco, el hombre del que seguramente se enamoró en su imaginación, y que ahora le dice definitivamente adiós. Tal vez por ello, y no solo por sus convicciones, Grace todavía confía en recuperarle. Tendrá que ser Jamie (la réplica emocional de su padre) quien la haga comprender que su esposo no ha de volver, que debe desembarazarse de un fantasma y seguir su camino. Si, como parece sugerir el director, hay siempre una segunda oportunidad en nuestras vidas, esta debería provenir, necesariamente, del reconocimiento de la verdad (¿por qué postergó tanto tiempo Edward su decisión?), y de la serena aceptación del inevitable deterioro de los afectos.

En su nuevo e incierto camino, la protagonista encontrará un aliado inestimable en la poesía, su antigua pasión, que su hijo le anima a retomar. Ahora, además, tiene la compañía de una mascota, y colabora en un programa de radio local, donde se ofrece consuelo a personas desesperanzadas. Parece despertar entonces la Grace más jovial, capaz de bromear sobre la ‘peligrosidad’ del cercano precipicio: «Si habéis pensado en el acantilado como solución, olvidadlo, ¡tiene salientes!». Pero este optimismo algo forzado encubre, en realidad, una tozuda reticencia al cambio: su perro se llama, como no podía ser de otro modo, Edward, y sus ensoñaciones la conducen una y otra vez al pasado, del que no consigue desprenderse del todo. 

«Yo he estado antes aquí», dice el primer verso de un poema de Dante Gabriel Rossetti, que Grace recita a su hijo. La intuición de que ciertos lugares son capaces de retener las experiencias es propia de la poesía. Cuando Edgar Allan Poe, en La caída de la casa Usher, identifica el derrumbe físico y moral de una dinastía, está advirtiéndonos de que lo inerte y lo vivo comparten el mismo destino. Es la ironía final: el acantilado, por el que pasean madre e hijo como viejos conocidos, no es inmutable, las siete colinas se están convirtiendo en ocho; también el abismo que nos acecha es socavado por el mar.