Hace algunos años, la lectura de un libro de Michael Herr sobre Stanley Kubrick me llamó la atención sobremanera porque, ofreciendo una sorprendente imagen del director neoyorkino como atribulado humanista de nobles sentimientos, hacía hincapié en un aspecto que resultaba esencial para la comprensión del lenguaje cinematográfico. Herr se acercaba a la figura de Kubrick poniendo el énfasis en la cuestión principal cuando se habla de cine: el problema de la puesta en escena. Herr, que había ejercido la crítica de cine a principios de los años sesenta, se ensañaba con aquellos que denominaba «listillos pretenciosamente intelectuales», críticos de cine insensibles al problema de la puesta en escena.  

A lo que parece el problema viene de lejos. ¿No será, pues, que nos encontramos ante el único problema verdaderamente cinematográfico, precisamente el más difícil de analizar al reflexionar sobre una película? Esa estrechez de miras, que Herr achacaba a los críticos cinematográficos es, precisamente, la misma que impide a Evan Hunter, guionista de Los pájaros (1963), comprender en gran parte de las ocasiones cuáles son las intenciones reales de Hitchcock. Es como si una muralla invisible separase los argumentos del guionista y las propuestas del director. 

Evan Hunter era a principios de la década de los sesenta un reputado escritor. Dos de sus libros habían dado lugar a excelentes películas: Semilla de maldad de Richard Brooks, y Un extraño en mi vida de Richard Quine. Hitchcock sabía lo que hacía cuando contrataba a Hunter para adaptar la novela de Daphne du Maurier. Sin embargo, desde un primer momento el propio escritor se muestra sorprendido ante la llamada del célebre director británico. Hunter comenta en su libro Hitch y yo que el director estaba obsesionado por presentar Los pájaros como una obra de arte llena de simbolismos. «Esto era absoluta basura», espeta Hunter, en un ataque de cólera. Da la impresión, en este sentido, de que el escritor no entiende el cine del maestro. «El problema de nuestra historia», escribe Hunter, «refiriéndose a Los pájaros era que nada era real». Dos visiones claramente opuestas chocan entre sí. El guionista no comprende al director. Se ha de decir en este punto que el cine de Hitchcock no puede entenderse en términos de realismo. Es, precisamente, la falta de perspectiva la que continuamente atenaza a Hunter en su relación con Hitch. 

Ofuscado en su propia visión, el escritor neoyorkino explica cómo el director eliminó diversas escenas de la película porque carecían de valor dramático. Estamos aquí, sin ninguna duda, ante una de las mayores lecciones de Hitchcock. El maestro sabía que «había demasiadas escenas sin escena en la película» o, dicho de otro modo, que en Los pájaros se vislumbraban algunas secuencias menores con cierto valor narrativo, pero sin ningún valor dramático en sí mismas. La lección es que, algunas veces, la solidez y la unidad exigen del autor, a pesar del dolor que eso supone, la eliminación de ciertas partes de su obra. Es una lección que se puede aplicar y generalizar a casi todas las artes.   

Hunter, en aras de la justificación, reprocha a Hitch no haber sabido explicar por qué atacan los pájaros. No comprende por qué Hitch decide escribir otro final para la película, ni por qué consulta a otros escritores. No comprende, finalmente, que el guionista no es un escritor al uso, es simplemente una pieza más del engranaje. Hunter, en definitiva, trata de llevar Los pájaros a su terreno de escritor y olvida el aspecto puramente cinematográfico. Como escritor, al comprobar el resultado final en la pantalla, siente un lacerante dolor. La traición del maestro corroe sus entrañas.