Los romanos desarrollaron una sofisticada imaginería erótica, plasmada en el Arte y la Literatura. Casi podríamos decir que inventaron la pornografía. Aunque, aclaro, no vivían dentro de ella. Su significado social, eso sí, era bien distinto al que se le da en el mundo actual, puesto que la inhibición y el pudor no tenían cabida. Evidentemente, el concepto de sexualidad es una construcción cultural estrechamente unida a un período y contexto, por eso algunos hechos y actitudes de la Antigüedad nos chocan hoy sobremanera, y requieren de un gran esfuerzo de perspectiva histórica (y criterio) para su lectura y comprensión. Sucede algo parecido con la violencia estructural, aunque esta formaba parte de nuestro ideario hasta hace cuatro días, antes de convertirnos en lo que la diestra algo siniestra denomina ‘moñas’. 

Spartacus, sangre y arena

Pues bien, el ‘destape’ y la sangre son los dos grandes anabolizantes de la ficción por cable anglosajona, que lleva décadas disfrutando de su época dorada, con una enorme cantidad de producciones magistrales (acabaré citando un ejemplo, cómo no, de HBO). Esa violencia y sexo se ‘justificarían’ todavía más en períodos pretéritos, atendiendo a la visión deformada y generalizada de nuestros contemporáneos, y que los creadores explotan. La miniserie Spartacus (2010) toma prestado al popular esclavo tracio ‘revolucionario’ de finales de la República, y lo suelta en un ludus de gladiadores de Capua (propiedad del lanista sin escrúpulos Léntulo Batiato) que es una mezcla sórdida de Downton Abbey y La isla de las tentaciones. Pero no es como si a Jane Austen la hubiese poseído el Marqués de Sade, es un 300 XXX de bazar. La película Calígula (1979), producida por Penthouse, parece, a su lado, Ciudadano Kane. Cualquier hilo argumental aquí es una excusa, su razón de ser es el entretenimiento genuino de una novela gráfica de fantasía(s) para mayores de edad. Y en su esfuerzo por llamar la atención con sangre y, sobre todo, escenas de sexo explícito, la serie acaba resultando rutinaria. La enfermedad y prematuro fallecimiento de su carismático protagonista, un Andy Whitfield que guardaba cierto parecido con Patrick Swayze, desencadenó una segunda temporada en modo precuela (2011), y dos secuelas (2012-2013) que ya no quise tragarme. 

El problema viene cuando Spartacus abusa, por puro morbo, de lo que un espectador medio piensa que es el día a día de la Roma antigua. No es, pues, un entretenimiento inocente. En el imaginario colectivo de nuestro pasado, la narrativa juega un papel esencial. No debería, y no es justo, pero es lo que hay. Lamentablemente, mucha gente cree aprender Historia por leer novela histórica. A su vez, en algún momento del proceso de eso que llamamos ‘ambientación’ se requiere un esfuerzo de transcripción al código actual, y es un tema peliagudo (¿cómo representar a un personaje que respondía a un canon de belleza del pasado, ahora obsoleto?). Y eso que la ficción histórica trasmite más pulsiones de la época en la que está hecha que de la que, supuestamente, trata de recrear. En todo caso, la sociedad romana precristiana no estaba sumida en el desenfreno sexual (las bacanales eran, en sí mismas, una transgresión, que no se pueden sacar de su contexto, en absoluto común), aunque algunos coetáneos de la República tardía se encargaron de subrayar la degradación en la moral tradicional romana (mos maiorum) achacada a la mala influencia griega. Pusieron en marcha, en efecto, una imaginería erótica presente en todo tipo de objetos cotidianos, considerada de buen gusto como decoración en según qué entornos aristocráticos, aun con matices (confróntense las pinturas parietales provincianas de Pompeya con las de la Villa Farnesina de Roma, atribuida a la hija de Augusto). Sin embargo, estaba todo muy regulado y normalizado, solo que fundamentado más en cuestiones sociales que morales. Las leyes de decoro pivotaban en torno al status (como las relaciones homoeróticas). Los romanos, eso sí, no se avergonzaban de su propia corporeidad ni la consideraban fuente de ‘pecado’. Esto último es un concepto postclásico.

Roma

En el otro extremo de la balanza encontramos la miniserie Roma (2005-2007), que no le hizo ascos al sexo como aliciente (¿o ambientación?), aunque en mucha menor medida. Pero da exactamente igual, porque detrás de ello hay un proyecto magistral. La galería de personajes es brillante, sin importar las licencias en pro de su efectividad, y el esfuerzo en el diseño de producción es ejemplar. Tal es así que su segunda (e inferior) temporada, se explica, en parte, por el afán de amortizar los excelentes decorados levantados en Cinecittà. El trágico (en términos clásicos) final de la primera sesión, no podía ser más acertado, como el colocar el peso de la trama sobre Voreno y Pullo, la pareja de soldados que, sumados, desprenden muchísima información sobre la plebe romana, su idiosincrasia y aspiraciones. Me encanta la caracterización del Octavio adolescente (del que, por otro lado, no tenemos ni idea de cómo fue en realidad). En la historia de la TV solo se dio un caso que alcanzase cotas tan excelsas en estas lides: Yo, Claudio (1976), esa exquisitez de la BBC basada en las novelas de Robert Graves. Así y todo, lo que menos me importa (de estos o de cualquier producto de ficción) es su rigor histórico, y, cuidado, que esto no contradice en nada todo lo dicho. Pese a lo cual, recomiendo Roma tanto como espectador como historiador; Spartacus. Sangre y arena, ni siquiera como lo primero.