Que un acontecimiento feliz que el destino hubiera llevado a encontrarse en el camino de la vida al poeta Philippe Quinault y al músico Jean-Baptiste Lully, una de las maravillosas circunstancias que, según Voltaire, solo pudieron ocurrir en la Francia de Luis XIV, época donde la cultura humana se desarrolló y alcanzó cimas tan elevadas como en las doradas edades de Grecia, Roma o el Renacimiento Italiano. Si Lully creó la ópera francesa independiente de la italiana, Quinault escribió los textos más hermosos para que tal cosa fuera posible, para el alumbramiento de obras en las que la palabra dejara de ser una parte secundaria de la música y adquiriese un papel en plena igualdad. La sonoridad del verbo, la belleza del verso, venían así a acomodarse con la armonía de los sonidos. 

Después de haber trabajado con Mólière, Lully hubiera podido elegir para sí otros escritores de talento como Racine, Fontaine o Boileau, pero prefirió a Quinault. De la unión de ambos nacieron música y palabra apoyándose mutuamente de manera sorprendente. Al mismo tiempo Lully introducía más números de danza con la notable intervención de mujeres y otorgaba mayor importancia a los coros; en muchos sentidos aquello fue una revolución en la música que inauguró una época de discípulos y continuadores. Como todas las revoluciones contó con detractores de mirada estrecha y espíritu torpe que reprocharon a Quinault haber entregado sus versos a una música creada por un artista como Lully, al que acusaban de que debiera sus éxitos a su amistad con el rey Luis, o que por encima de sus méritos de artista pesaran más su ambición y libertinaje. 

Para sus enemigos Lully no era más que un intrigante y un pervertido cuya lubricidad lo había empujado a los vicios más denostados por la buena opinión, y por los que tarde o temprano habría de pagar con la exclusión y el castigo social. Su relación con el rey fue, de hecho, clave para entender el ascenso social del compositor, pero también para explicar, además, los fundamentos estéticos de su arte. Pues Lully fue el principal propagandista del rey. El monarca se convirtió en una alegoría viva y co          nstante del dios Sol. Ya lo era desde el estreno del célebre Ballet de la Noche, cuando un joven Luis vestido con dorado ropaje de Apolo bailó sobre el escenario festejando la victoria de la oscuridad, en alegoría clara para el público del triunfo de las armas de la Corona sobre la reciente rebelión de la Fronda. Su luz fue la luz de su poder, de sus virtudes soberanas, la luz de la razón, las ciencias y las artes que florecieron bajo su reinado. Existían más compositores, pero junto a él, como profeta privilegiado, bajo los rayos de una brillante estrella, no había de faltar el gran Lully.

Aquel que reunió en sus manos los destinos de Francia en medio de guerras en el exterior y conflictos religiosos en el interior, contemplando impasible desde su trono el ímpetu con que la Historia golpeaba a quienes habían sido los últimos colosos de su época, la monarquía española de los Austrias y el Sacro Imperio Romano Germánico, fue convertido por Lully en un verdadero astro rey, que podía ser claramente identificado en los espectáculos musicales celebrados con Apolo portador de la luz; con Teseo, virtuoso guerrero destructor de monstruos y garante de la paz entre dioses y hombres antes enfrentados; con el caballero ideal en Rinaldo, personaje clave y defensor de la fe en Armida.

Es verdad que Lully pagó duramente tanto sus propios pecados como aquellos que simplemente le fueron atribuidos. Todavía en la cima de la gloria los escándalos lo cercaron y alejaron de la presencia directa del rey. Una herida accidental de un pie, que luego había gangrenado, provocó su muerte a la edad de cincuenta y cuatro años, pero para entonces ya había contribuido decisivamente a consagrar la imagen idealizada de un gobernante que, en plena apoteosis de poder, había de ser considerado, con razón o sin ella, heroico y justo. En él habían de reunirse en armonía la fuerza de la victoria, la justicia y los ideales de la paz, a la altura de los héroes de la Antigüedad y de las epopeyas del Renacimiento. El monarca pudo así transferir su nombre a una época entera, una época que, aún sin obviar sus sombras, fue considerada por la posteridad culta como la más razonable y justa, la más luminosa y artística de la Historia entera de la humanidad, y que había de ser conocida en el futuro como ‘el siglo de Luis XIV’.