Mark Twain llegó al mundo y se marchó hacia otros lares acompañado del cometa Halley. Su vida estaba ligada, rebosante de emoción, al río Misisipi. Sentía, además, algo misterioso, algo inefable, que le unía a la naturaleza. Cuando su vida ya declinaba, el escritor, afectado por una profunda melancolía tras la muerte de su mujer y de una de sus hijas, solía pasear por el porche de su casa mientras dictaba su autobiografía. En estas memorias, quizá influido por su visión sagrada de la naturaleza, Twain ha escrito una serie de páginas que cuestionan el papel de la religión, sobre todo el cristianismo, en la cultura occidental. Los vericuetos que han sufrido estas páginas, hasta su publicación en 1963, dan una idea de su tono y carácter, políticamente incorrecto, ayer y hoy. La edición en castellano de esos fragmentos se ha publicado ahora con un título bastante significativo: Contra la religión. 

Sorprende en el libro la forma en que Twain trata al denominado Dios de la Biblia. Ataca desde un principio la biografía ‘lapidaria’ de Dios, porque sus actos muestran «su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa». Es un ser que constantemente castiga, a veces por delitos insignificantes, que carece de piedad, que parece indiferente, ajeno a los sufrimientos y dolores implícitos en todos los seres que pueblan la naturaleza. Twain, pues, no encuentra misericordia y moral en la acción divina. 

La Biblia, por lo demás, se caracteriza por «una patética pobreza inventiva», con historias tomadas, como sabemos, de otras mitologías, como el diluvio. Y luego está el tema de la violencia relacionada con la religión y, sobre todo, con la historia del cristianismo. El ejemplo más reciente que encuentra Twain es el de los pogromos contra la comunidad judía en la Rusia cristiana de 1904, pero también se citan la matanza de los albigenses y la masacre de San Bartolomé. El argumento de Twain explora en este sentido la relación entre el imperialismo, el colonialismo y el cristianismo. En el mismo sentido, también establece los vínculos de la Iglesia cristiana con el desarrollo de la esclavitud, práctica que la Iglesia justifica amparándose en el texto bíblico y que sólo abandona cuando la sociedad cambia y la esclavitud retrocede en los países cristianos. 

Twain es implacable, incluso cuando el tono se suaviza con el empleo del humor y de la ironía. Su visión no es muy halagüeña porque, aunque augura el fin del cristianismo y el surgimiento de una nueva religión, «la historia enseña que en cuestión de religiones progresamos hacia atrás, no hacia adelante». Y cuando se refiere al papel reservado al ser humano en esta visión tejida por Dios, las observaciones de Twain son, si cabe, todavía más pesimistas. El ser humano es digno de piedad por su incapacidad para realizar cualquier tipo de movimiento, siendo presentado como una especie de juguete cuyos hilos mueve Dios a su antojo.   

En definitiva, la visión iconoclasta del escritor tiende a empequeñecer la figura del Dios de la Biblia frente al Dios moderno, el único al que se pliega Twain, una divinidad que el escritor vincula a la creación de la naturaleza y el universo, un perfecto artesano, un perfecto artista, un Dios ajeno a plegarias, alabanzas y oraciones. Y es que las historias escritas por el hombre en las sucesivas Biblias empalidecen frente a una visión cercana al panteísmo. Sólo contemplando la naturaleza parece encontrar Twain un verdadero consuelo.