Corren malos tiempos para James Bond. Hace un año moría Sean Connery, posiblemente el mejor agente 007 de cuantos ha habido. Hasta su aparición en 1962 contra el Dr. No los espías en el cine vestían trajes de chaqueta más bien zarrapastrosos, pasaban horas en un coche bebiendo de una de esas botellas cubiertas con una bolsa de papel a la espera de que el sospechoso asomase la cabeza y solían andar enredados con alguna chica de corazón tenebroso. Entonces surgió Connery con su esmoquin ceñido, su humor afilado, los martinis y su poder de seducción y el mundo de los agentes secretos cambió para siempre. 

El otro revés que ha sufrido el universo Bond lleva dos semanas en las grandes pantallas de nuestras ciudades. Sin tiempo para morir parece un producto concebido para derribar los cimientos de este mito contemporáneo. Toda la fuerza del personaje original, su masculinidad, esa superioridad tan distinguida con la que ha protegido a su majestad de cualquier amenaza durante décadas se diluye en esta última entrega. El protagonista se presenta como un tipo desinflado que es incapaz de controlar sus avatares amorosos y lleva a la película, pese a la acción y los paraísos perdidos, hacia un terreno melodramático que muy poco tiene que ver con su idiosincrasia.

La degradación de James Bond ha vuelto a situar en el centro del huracán un debate que comienza a ser recurrente. ¿Hasta dónde se puede alterar la naturaleza de una obra literaria? Y, sobre todo, ¿quién determina la profundidad de dichos cambios? Una respuesta válida la escribía hace unos días Pérez Reverte, siempre certero e incandescente, en Twitter: «Un icono... puede y debe evolucionar y ponerse al día; pero no debería ser manipulado más allá de los límites marcados por el autor que lo creó y lo hizo famoso». 

Antes de disparar contra Arturo sería conveniente revisar las novelas de Ian Fleming y las películas que preceden a Sin tiempo para morir. Aquí no se cuestiona el hecho de construir un héroe con un espíritu familiar en perfecta armonía con un entorno femenino. Lo que se denuncia es la utilización del nombre de James Bond y todos sus códigos con fines moralistas. Ni qué decir tiene que la polémica nunca habría existido de tratarse de un nuevo personaje. Estaríamos, sencillamente, ante una obra con claros y oscuros, pero con un trasfondo demasiado aburrido.

El futuro de James Bond no es mucho más alentador. En la película ya se muestra que el próximo agente 007 será una mujer negra. Con esto quedan pagadas las cuotas del feminismo y del Black Lives Matter tan demandadas en el cine de hoy en día. Este es, seguramente, el gran problema de nuestro tiempo, que pretendemos que todo se amolde a las corrientes que dictan nuestra manera de pensar y dejamos de respetar los mitos occidentales y, por tanto, a sus protagonistas.