Los escritores se dejan llevar con frecuencia por la manía, una especie de aventura que atraviesa su vida hasta el momento en que el objetivo se cumple o la propia vida se quiebra. Desde el año 1995, Luis Magrinyà está al frente de varias colecciones en Alba Editorial, desarrollando una ingente labor que ha permitido recuperar clásicos esenciales y admirar, también, joyas literarias menos conocidas. Magrinyà ha trabajado como lexicógrafo en la Real Academia Española. Fruto de este trabajo y de sus experiencias como editor y autor, ha surgido un libro que versa sobre el estilo, sobre las dificultades y problemas que plantea el lenguaje literario. El libro, que en realidad es una compilación de artículos publicados previamente, se titula Estilo rico, estilo pobre. 

No ha pretendido Magrinyà en ningún caso trazar labor de filólogo. La filología es para los filólogos, tal como recordaba acertadamente Wilamowitz hace ya más de un siglo. Magrinyà ha querido escribir «un libro de experiencias», que pone en solfa ciertas prácticas que considera ‘literatura dudosa’. El ensayo (si se le puede llamar de este modo) apunta en dos direcciones: los problemas que surgen cuando la tentación del estilo nos induce a cometer errores, lo que el autor denomina ‘estilo rico’, y la degradación del lenguaje derivada del descuido, dejadez o cualquier otra circunstancia, que componen lo que Magrinyà denomina ‘estilo pobre’.

Dotado de un espíritu ‘culpablemente formalista’ y amparado en la búsqueda de un estilo sencillo, claro, preciso, funcional, Magrinyà se hace eco, con ironía, de ciertas prácticas de los estilistas que considera fuera de lugar. La búsqueda de un estilo más rico y expresivo, por ejemplo, hace que los escritores rebusquen entre los sinónimos opciones que resultan a la postre menos precisas, que desentonan y hacen que la frase pierda fuerza expresiva. El énfasis, por lo demás, tampoco aporta expresividad, a pesar de ser una idea muy extendida entre los estilistas. Por eso, Magrinyà se ceba con la ‘fijación maníaca’ que los escritores parecen tener con determinadas expresiones que son innecesarias porque no aportan nada. Nada comparado, sin embargo, con la manía que el autor tiene a la violencia y la falta de naturalidad en el empleo de ciertos verbos declarativos, sobre todo en las acotaciones de los diálogos. Los estilistas, además, se convierten en amigos de la sonoridad, porque, evidentemente, son conscientes de que el estilo se tiene que notar. 

A veces, el escritor tropieza con formulismos que ahogan su verdadera capacidad, si es que la tiene, cuando carente de la sensibilidad apropiada se vuelca en determinadas descripciones. A veces también se olvida de que conviene, en aras de la exactitud y la precisión, emplear ciertas convenciones o combinaciones estereotipadas. El empobrecimiento del lenguaje es todavía mayor cuando se emplean repetidamente verbos que reducen las enormes posibilidades de la lengua, o cuando se utilizan ciertos verbos excluidos del lenguaje coloquial (como espetar, mascullar, tamborilear, perlar, tintinear).

Magrinyà, enfrascado en su particular concepción del uso del lenguaje, insiste a menudo en la búsqueda de precisión y versatilidad. Se cuestiona si el lenguaje literario es el que más se aparta de la norma, como supone la mayoría de los escritores, se burla de la aversión a la simplicidad, típica de la literatura castellana, y parece abogar por un estilo que consiste precisamente en lo más complejo y difícil, a saber, «la identificación de lo imprescindible».