Con el estridente chirrido de la cuchilla de la guillotina en los oídos deslizándose hacia el cuello del rey de Francia Luis XVI, y el horror-alegría en los ojos de los allí presentes tras la visión de la cabeza decapitada del monarca rodando por el suelo seguida de un denso reguero de sangre, una mujer se dirigió hacia la parte trasera del cadalso, donde se arrojaban los cuerpos sin vida de los ajusticiados, para recoger los restos del Rey Sol. De aspecto menudo, con los ojos saltones, vestida de manera sobria y con un gorrito de cacerola remarcado por unos lentes circulares, que le daban una apariencia ciertamente peculiar, esa pequeña mujer era Marie Grosholtz, escultora que supo convertir la adversidad en negocio. Y ya sabemos que no hay mejor empresa que la muerte.

Hija de un oficial alemán fallecido dos meses antes de su nacimiento durante la ‘Guerra de los Siete Años’, al quedar viuda, su madre se trasladó a Berna (Suiza) para trabajar como ama de llaves del doctor Philippe Curtius, un conocido cirujano que aprendió a realizar modelos anatómicos y retratos de cera ante la imposibilidad de conseguir cadáveres con los que estudiar la anatomía humana. Desde pequeña Marie mostró un gran interés por el dibujo y la escultura –ya entonces modelaba pequeñas figuritas de barro–, así que Curtius encontró en la niña una potencial alumna a la que enseñar todos sus conocimientos. 

En 1765, Curtius se traslada a París, estableciéndose allí junto a las dos mujeres, donde comenzó a trabajar como escultor recibiendo importantes encargos como el busto de Marie-Jeanne du Barry, amante del rey Luis XV, y otros muchos personajes de la corte, trabajos en los que la joven también intervendría. Con el tiempo Marie se convierte en una artista reconocida por su capacidad innata para captar la esencia de las personas, y con tan sólo diecisiete años realiza su primer trabajo propio, un retrato de Voltaire, al que se sumarían otros muchos como el de Benjamín Franklin. A pesar de su juventud, su fama se extendió tan rápido que incluso fue invitada a Versalles por la familia real y nombrada profesora de arte de la hermana menor del rey.

Fue precisamente su relación con la aristocracia y la realeza la que la señaló como una peligrosa anti-revolucionaria, por lo que fue encarcelada y condenada a muerte como tantos de sus ilustres clientes, antes responsables de mover los hilos de la política en Francia, ahora convertidos en los despojos de la revolución. Con la cabeza rasurada para su ejecución, su arte será el que la libere de un trágico final siendo solicitada para realizar las máscaras mortuorias de María Antonieta y Luis XVI, trabajo que incluía la truculenta labor de buscar sus cabezas entre la abundante pila de insignes decapitados. A estos se sumarían otros tantos ilustres guillotinados cuyas cabezas, con la sangre todavía tibia, cayendo pegajosa por las arterias de su cuello, pasaron por sus manos hasta convertirse en moldes de escayola usados para dar forma a retratos de cera fundida y coloreada con pigmentos, rematados con pelo real y ojos de cristal.

La escultura de Maria Antonieta sacada del molde de su cabeza decapitada.

La escultura de Maria Antonieta sacada del molde de su cabeza decapitada. L. O.

Muchos de estos retratos fueron auténticos estandartes al ser exhibidos por las calles de París en marchas y manifestaciones como símbolo de la victoria revolucionaria.

Con la inestabilidad provocada por el estallido de las guerras napoleónicas y el consiguiente descenso de sus ingresos, en 1802 se traslada a Londres con su familia donde conoce a Paul Philidor, un pionero de la ‘linterna mágica’, que le propone mostrar en un espectáculo conjunto sus imágenes fantasmagóricas y la colección de cabezas de Marie, herencia dejada por su maestro al morir, pero la colaboración no termina bien. Ante la imposibilidad de regresar a Francia con su marido e hijos, y arrastrando un pesado baúl repleto de cabezas, decide viajar por distintas ciudades de Inglaterra e Irlanda mostrando sus peculiares retratos. Ayer y hoy el morbo sigue siendo el principal impulso capaz de atraer la curiosidad del pueblo, así que no es raro que aquella exhibición de mortíferos rostros fueran todo un éxito, máxime cuando todos los espectadores eran conscientes de que durante su realización el modelo ya estaba muerto.

En 1821, por fin llega el momento del esperado reencuentro familiar que se produciría sólo con su hijo. A su marido nunca más volvió a verlo, parece ser que el dinero que ella enviaba para la educación de su hijo él se lo gastó en otros menesteres y esto provocó su separación.

Treinta años dan para mucho y Marie Grosholtz ya estaba cansada del ajetreo de esa vida ambulante, así que en 1835 se instala definitivamente en Londres y abre un pequeño museo con su colección de cabezas de cera en la famosa Baker Street, sede del domicilio del legendario detective Sherlock Holmes. Sus esculturas, que ya eran muy populares –el duque de Wellington visitaba frecuentemente el museo para contemplar su propio retrato junto al de Napoleón–, alcanzaron mayor popularidad al incluir retratos de asesinos y de diferentes personalidades de la sociedad, incluida una recreación de la coronación de la reina Victoria que contaba con la aprobación de la joven regente.

Obviando el hecho de que algunos de sus modelos eran personas muertas, podríamos decir que Marie Grosholtz fue la primera escultora hiperrealista de la historia y precursora de lo que ahora se conoce como dark art, arte gótico u oscuro. Por cierto, por si no se habían dado cuenta estamos hablando de Madame Tussaud, pionera de los museos de cera y fundadora de uno de los grupos museísticos de mayor rentabilidad, hoy con 26 sucursales en todo el mundo.