El príncipe Andréi Bolkonsky agoniza en un lecho que no es el suyo. Ha encontrado asilo en un monasterio; viaja, o por mejor decir, huye con los heridos del ejército ruso destrozado en Borodino, en una confusa amalgama humana que forman los soldados y los numerosos civiles escapando de una guerra que, inesperadamente, Napoleón ha sabido llevar hasta la capital de Rusia. Las heridas son tan graves, que el médico que atiende a su Excelencia ha abandonado toda esperanza de recuperación. Entre las sombras que recorren la habitación hay unas figuras amables y solícitas, angelicales, que lo rodean y lo cuidan. Ha reconocido entre ellas a su hermana y a su hijo, todavía un niño de corta edad que perdió a su madre al nacer, el mismo año de la batalla de Austerlitz, y que ahora quedará, irremediablemente, huérfano. Entre los refugiados no está su padre, el viejo Bolkonsky, por su severidad apodado, entre el reproche y la admiración, ‘el Rey de Prusia’. El anciano ha muerto de pena al tener que abandonar la propiedad familiar y entregarla al saqueo de los franceses. Esta estirpe de príncipes, soldados, consejeros y generales de los zares, comparte ahora la caridad de los monjes, igual que tantos y tantos refugiados, campesinos y gentes comunes, que huyen de la matanza. 

Hay una figura femenina nueva que se ha unido a los cuidados del moribundo, el destino ha traído junto a él a Natasha Rostova, el personaje central y maravilloso de ese mosaico grandioso de la Historia de Rusia y Europa que es la gran novela de Tolstoi, Guerra y Paz. Antaño prometida del príncipe, había roto el compromiso en medio del escándalo, cuando a punto estuvo de caer la joven condesa en manos de Anatol Kuragin, un seductor habitual, un dandy galante conocido en los mejores ambientes de Moscú. Ella sufre en medio de verdaderas calamidades la hora más grave de Rusia y contempla cómo un mundo entero se desmorona igual que un castillo de naipes, un mundo que había sido tan seguro como el horizonte que vemos todas las mañanas. Pero ahora, reconciliación, lágrimas, caricias mutuas, palabras de perdón se cruzan en este momento de paz, el último que vivirá Bolkonsky, y el último de gozo verdadero que ha experimentado en años. 

Bolkonsky era un muerto en vida, uno de aquellos «muertos que enterraban a sus muertos» de los que hablaba el Evangelio. Casado con una mujer a la que no había amado, pero a la que no podía hacer ningún reproche, combatió contra Napoleón no siguiendo tanto el camino del honor, como la llamada de la indiferencia que insistía en mostrarle a ella. Herido grave en Austerlitz, cuyo cielo al día siguiente de la batalla le cubría como la bóveda de un sepulcro, volvió al hogar para saber que su esposa había muerto de parto. Solo con un niño y culpable de abandonar a una mujer que todo lo había dado por él, había llevado la existencia de un cínico, de un fantasma frío y lejano, apenas unido a la vida por una balsámica amistad con Pierre Bezukov, la persona más humana de toda aquella humanidad que comparece en Guerra y Paz. Su amor por Natasha, a quien conoció tras un encuentro casual en el campo, supuso para él la posibilidad de una nueva vida, que desperdició por su orgullo y por su honor afrentado, desatendiendo las palabras de perdón que ella le dirigió. Fue la catástrofe personal unida al cataclismo colectivo que sufría Rusia lo que hizo madurar el alma del príncipe, que descubrió en sí un afecto inquebrantable por todas las almas dolientes y que le permitió incluso perdonar de todo corazón a Kuragin. El encuentro inesperado en plena huida después de la batalla de Borodino fue la oportunidad, el regalo divino, de poder volver a hacerse mutuos votos de reconciliación, de amor, de comprensión entre Natasha y Andréi. Por primera vez en mucho tiempo, Bolkonsky se sabía perdonado; él, que había pensado ser el ofendido y cuya desmedida reacción le había convertido en el ofensor; él, que había vivido al margen de la existencia de los demás, ahora amaba la vida, y sabía que esta era buena, que era un don celestial, algo hermoso y real. Esa noche, la última de su vida, soñó que estaba en una habitación cerrada, y de repente la puerta se abría; se abría, solo para él. Después de una espera incierta podía cruzar, por fin, el umbral. Estaba preparado. Se despertó aliviado, tranquilo. «He tenido un sueño maravilloso», dijo, y explicó que la puerta abierta para él era el tránsito hacia la muerte, pero que entraba en ella habiendo sanado las heridas de la vida, con los ojos abiertos y el perdón floreciendo en su corazón. Buen príncipe Andréi, ¿dónde está tu alma ahora?.