Este verano he vuelto a mi adorado Stevenson a través de una pieza maestra, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Mucho se ha escrito sobre este relato que explora la dualidad del ser humano. Tampoco han faltado a la cita brillantes versiones cinematográficas, especialmente la de Rouben Mamoulian en 1931, aunque también la de Víctor Fleming en 1941. Ni que decir tiene, pues, que se trata de una de las historias más conocidas de la literatura occidental. Cuando se lee Jekyll y Hyde, sin embargo, llama la atención del lector, desde un primer momento, la sorprendente estructura narrativa del relato, porque la sugerente historia que muestra la duplicidad de la vida del doctor Jekyll sale a luz, con todos sus horrores, a través de un proceso de desvelamiento, un juego de pequeñas intrigas en donde da la sensación de que es más lo que se elude que lo que se cuenta. Stevenson desvela el misterio de forma progresiva mediante una serie de cartas que van iluminando la historia. 

Jekyll ha sido siempre un honrado doctor, pero con una cierta tendencia a la búsqueda de aventuras. Descubridor de un elixir capaz de transformar la persona y el carácter, se ve abocado a una lucha sin tregua -seguramente la que la mayor parte de los seres humanos experimentan- con su alter ego, su otro yo, ese ser maligno que responde al nombre de Hyde. Todos los que se cruzan con este individuo horrible sienten de inmediato aversión, odio y espanto. ¿Es acaso Hyde, cabe preguntarse, el espectro de un viejo pecado de Jekyll? ¿O es tan sólo su imagen deformada en un espejo? Sabemos que, mientras el doctor Lanyon defiende los principios científicos de su profesión, el doctor Jekyll se deja seducir por nuevas experiencias ajenas a la medicina convencional. Aislado en su casa como un auténtico prisionero, la vida del doctor Jekyll está desdoblada en todos los sentidos. Mientras los criados transitan por la casa propiamente dicha, donde se desarrolla una vida monótona y sin sobresaltos, Jekyll ejecuta sus experimentos en el laboratorio, el lugar que representa, sin ninguna duda, la tendencia al mal que palpita en el doctor. 

La confesión última, a modo de carta, arroja sólo alguna luz sobre el misterio que encierra esta historia. Jekyll confirma la profunda duplicidad de su vida, la orientación mística y trascendental de sus estudios, enfocados hacia una única verdad, a saber, «que el hombre no es realmente uno, sino dos». 

Pero Jekyll también se hace eco de su fracaso, pues habiéndose propuesto luchar contra la primitiva dualidad del hombre, tratando de llevar a cabo la separación del bien y del mal, una vez lograda la transformación en Hyde se deja llevar por esa vida nueva, esa alegría interior y juvenil, ese «fluir de desordenadas imágenes sensuales» que le conceden «una desconocida, pero no inocente, libertad del alma». Esta tendencia hacia lo peor se ha apoderado rápidamente, por desgracia, del espíritu del doctor. 

En los momentos finales de su existencia, Jekyll se ve atormentado por el horror de ser Hyde, por su incapacidad para controlar la situación. «Me sentí»,confiesa el doctor, «al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso».

 El monstruo ha triunfado. Derrotado y consumido por el odio a su otro yo, sólo queda una alternativa viable para Jekyll: el suicidio.