Hasta el siglo XX el uso del pantalón estuvo prohibido para las mujeres. Mientras que en algunos países era algo así como una simple regla social asimilada por todos, hubo otros lugares donde esta cuestión se convirtió en una verdadera preocupación de Estado como el caso de Estados Unidos, donde la Junta de Supervisores de San Francisco aprobó, en 1863, una ley por la que el uso del pantalón en público estaba totalmente prohibido a las damas por considerarse una vestimenta que no pertenecía a su sexo. Cada cual debía vestir según su género pues hacerlo de manera contraria era considerado travestismo, y éste estaba duramente perseguido y penado con la cárcel, aunque siempre hubo valientes que no se conformaron con esta norma. Para muchas de ellas camuflarse como un hombre calzando un pantalón fue la única salida para poder ir a la universidad, no ser menospreciadas en sus respectivas profesiones o simplemente como modo reivindicativo de luchar por sus derechos, éstas los llamaron ‘vestimenta de la libertad’.

Escritoras, científicas, políticas, artistas de la música y la pintura, hasta deportistas, tuvieron que adoptar roles físicos masculinos para poder vivir su vida desde una cierta libertad. Sin duda, una de las historias más impactantes al respecto la encontramos en la leyenda medieval de Santa Librada, conocida como la santa barbuda. De fuertes convicciones religiosas y entregada a la castidad, era hija de un rey cristiano portugués que fue dada en matrimonio a un rey pagano en contra de sus deseos. Lloró y rezó hasta la saciedad pidiendo a Dios un milagro que la convirtiera en un ser horroroso, impidiendo así la unión. ¿La respuesta a sus plegarias? Una abundante barba que de manera espontánea creció en su cara con el consiguiente rechazo de su futuro marido, su padre enfurecido la mandó crucificar.

Leyendas aparte, la realidad muy a menudo adquiere notas casi de ficción y el uso del pantalón fue siempre motivo de escándalo. A pesar de tales prohibiciones, muchas escultoras se vieron en cierto modo obligadas a usar unos grandes pantalones bombachos en sus estudios, no sólo por una lógica cuestión de comodidad, sino porque esos mismos a quienes ofendía verlas de tal facha las criticaron sin piedad y cuestionaron la autoría de sus obras; era impensable que una mujer vestida con sus bonitos ropajes pudiera trabajar la piedra o el mármol, sin duda la mano escondida de un hombre era el verdadero autor.

Estudio de la escultora alemana L. O.

Una de aquellas rebeldes del pantalón que tuvo que lidiar contra las barreras de sus propias faldas fue la escultora germano-estadounidense Elisabet Ney. Hija de un cantero y sobrina nieta de Michel Ney, mariscal de Napoleón, hizo frente a multitud de obstáculos para convertirse en escultora, entre ellos la propia oposición de su familia, que no quería de ninguna manera que su hija fuera artista, pero su empeño y decisión eran tales que incluso hizo una huelga de hambre de varias semanas, y hasta el obispo local intervino en el asunto. Finalmente pudo salirse con la suya: en 1852 se convierte en la primera mujer escultora de la Academia de Arte de Múnich.

Al finalizar sus estudios se traslada a Berlín donde recibe clases de uno de los escultores más importantes de Alemania, Christian Daniel Rauch, con el que se empapa de ese realismo tan presente en la escuela alemana y comienza a esculpir sus primeros retratos de conocidas personalidades. Con tan sólo veintiséis años abre su propio estudio y recibe un encargo que le valdrá como puente hacia el éxito que tanto deseaba: un retrato del filósofo Arthur Schopenhauer. Tras éste seguirían otros de grandes personajes como Jacob Grimm, Giuseppe Garibaldi, el compositor Wagner y su familia, Otto von Bismarck o el rey Jorge V de Hannover.

Aunque no era muy partidaria del matrimonio, sobre todo por el yugo que éste suponía para la mujer, y solía mofarse de las labores del hogar –«Yo me tomo un huevo crudo con una limonada y ya he acabado con mis tareas domésticas», decía divertida– se casa con el médico Edmund Montgomery, pero no adopta el apellido de éste como dictaban las normas sociales, manteniendo el suyo propio y reafirmándose así en su individualidad; en realidad muchas de sus actitudes, como viajar sola o montar a caballo con las piernas abiertas, eran impropias para una dama.

En 1870 había empezado la guerra franco-prusiana, así que el matrimonio decide trasladarse a Georgia, a una colonia creada para tísicos. Su marido fue diagnosticado de esta enfermedad, aunque no estuvieron mucho tiempo y marcharon a Minnesota. Unos años más tarde recibe la invitación del gobernador de Texas para establecerse en Austin, compra una gran finca donde ubicará su estudio, retomando su labor de retratista con una notable producción; obras entre las que hoy se sigue recordando las grandes esculturas de mármol a tamaño real ubicadas en el Capitolio como parte de la Colección Nacional de las Estatuas.

Siempre rodeada de intelectuales, músicos, artistas, políticos y hasta sacerdotes, con los que disfrutaba de largas tertulias en su estudio, fue admirada y respetada por una comunidad que al final asumió la figura de una mujer culta, independiente y distinta, ataviada con sus estrambóticos pantalones bombachos, botas y levita negra.

En 1905 realizará su última obra, un retrato de Lady Macbeth, hoy en el Museo de Arte Americano Smithsonian. Tras su muerte, dos años después, su última voluntad fue que su querida finca Formosa, incluido el contenido de su estudio, fuera legada a la Universidad de Texas en Austin, espacio que además sería convertido en museo. Sus amigos, en homenaje póstumo, fundaron la Asociación de Bellas Artes de Texas, dedicada a promover el arte en todo el estado.

Mañana cuando me ponga mis pantalones me acordaré de Elisabet Ney y de todas esas mujeres, artistas o no, para las que un acto tan simple como éste se convirtió en una verdadera lucha por su libertad.