Para Stendhal no había ningún mérito en el hecho de haber estado seis veces en Roma. Sutilezas para un hombre que había adoptado las armas como método efectivo de viajar. Así había recorrido toda Europa, de un extremo a otro, alistado en la Grande Armée, conociendo ciudades que poco después serían arrasadas por la artillería napoleónica. Fueron buenos años, que coincidieron con los de su juventud, y eso siempre asegura el éxito y salva el recuerdo. Pero a pesar de haber sido un viajero empedernido, Stendhal estaba predestinado a una única ciudad en el mundo. La misma que visitó seis veces pero de la que nunca pudo escapar su memoria.

La Roma de Stendhal es una ciudad a medio camino entre el mito y el abandono. La urbe ya había vivido sus mejores años, en ese ciclo supremo con el que siempre logra sobreponerse al paso del tiempo. Los monumentos que testimoniaban el paso de los emperadores por el mundo yacían entre los hierbajos y el pasto de las ovejas. En las fosas de los templos dormían los vagabundos y del esplendor de la ciudad papal, la de Miguel Ángel y Bernini, ya solo quedaba una postal de acuarela. ¿Pero cómo atreverse a no sucumbir ante la belleza de esa decadencia?

Stendhal era el producto de la burguesía francesa que aspiraba a título y palacio. Pronto Francia se quedó pequeña y arrastró sus inquietudes hasta Italia, país que a inicios del siglo XIX sobrevivía fragmentado en reinos cainitas, ducados mitológicos y el poder de Dios en la tierra en forma de curia. La guerra de Napoleón supuso en muchos jóvenes de mirada abierta la oportunidad de conocer el mundo a la par que dominarlo. De esta forma, nuestro viajero entró en Milán (de la que será expulsado por espía), una joya en manos austriacas, y entendió que la nación que se extendía ante él consistía en un sentimiento. No existía como realidad política, pero lo que unía a todas aquellas ciudades y pueblos Stendhal lo había comprendido muy bien al poco de entrar en la península: se trataba de una forma intensa de vivir la belleza, de hablar la lengua del caos como subterfugio a la melancolía.

Porque esa es la Roma de Stendhal, a la que dedicó media vida y la que recorre con paciencia y escrupulosa observancia. Sus Paseos por Roma son unos diarios donde habla el pensamiento, a veces lleno de éxtasis, y la imaginación se escapa hacia tiempos pasados. Llega en el verano de 1827, acompañado de una tropa de aristócratas aburridos que bostezan ante las cúpulas barrocas y ansían las cenas de gala ofrecidas por los cardenales. A inicios del siglo XIX, el Gran Tour se había convertido en un modus vivendi para la juventud escogida de Europa. Serán los artistas románticos, los Byron, Shelly, Polidori o Goethe, los que consideren la ciudad eterna como la meta necesaria para encontrar su lugar en el mundo. Ascendían las escaleras del Campidoglio, pasaban bajo las estatuas de Castor y Pólux, se situaban en el centro de la plaza, frente a la escultura ecuestre de Marco Aurelio, y esperaban ser coronados de laurel como un día lo fue Petrarca. Porque la Roma de sus viajes se asemejaba al estado mental de la infancia.

Stendhal había atravesado Francia, los Alpes, Milán, la Toscana y había entrado en Roma por la vía Flaminia, la de los peregrinos, cargado de juventud y dispuesto a dejarse seducir por la belleza. Pasea la ciudad a pie, ignorando las charlas de sus acompañantes, buscando la soledad de los pórticos y el incienso de las hogueras. Apunta en sus cuadernos que hay seis paradas imprescindibles en su itinerario: primero visitará las ruinas de la Antigüedad, el Coliseo, el Panteón (frente a la tumba de Rafael se emociona, como uno de los lugares más bellos del mundo) y los Arcos del Triunfo; la segunda parada refleja su pasión por la pintura, cintando a tres grandes maestros: Rafael, Miguel Ángel y Aníbal Carraci; en el tercer escalón examina las grandes obras de la arquitectura moderna, centrándose en dos: San Pedro y el Palacio Farnese; el cuarto ascenso a su paraíso pasa por las estatuas de la Antigüedad: el Laocoonte y el Apolo, ubicados en el Vaticano; la escultura del Moisés de Miguel Ángel y la tumba del papa Rezzonico de Canova conforman la quinta maravilla; por último, Stendhal se refiere al gobierno y a las costumbres de los romanos, ese pueblo apasionado que canta en los atardeceres poemas de amor y afilas las espadas para la noche.

El viajero que se presenta en la ciudad ha decidido abandonar toda pretensión de conquistar el mundo y se conforma con la sombra de un pino romano, contemplando el Palatino al fondo. Son muchos los que a lo largo de los siglos han escrito sobre Roma, la han pintado y la han vivido con pasión. Pocos testimonios son tan ciertos y hermosos como los de Stendhal en sus Paseos por Roma. El hombre que se acerca a la ciudad teme no soportar la experiencia de la belleza elevada a una lucha constante entre lo humano y lo divino, precisamente porque su relato es sincero. Roma es tal cual. No hace falta añadirle nada. No sirve despojarla de los hierbajos que la enredan.

Libros

  • Paseos por Roma, Stendhal, Alianza Editorial
  • El Grand Tour: guía para viajeros ilustrados, Daniel Muñoz de Julián, Editorial Akal