Cuentan que habían pasado más de mil años desde la última vez que unos ojos claros miraran de cerca la antigua ciudad de Petra. Fue un peregrino llamado Sheikh Ibrahim y llevaba una cabra sobre los hombros. Se dirigía hacia la tumba de Aaron, más allá de la aldea de Wadi Musa, para sacrificar el animal a la memoria del profeta, uno de los hombres del Corán que mejor dominaban el arte de hablar. Pero las gentes del lugar se fiaban poco de aquel hombre tan diferente a ellos. Estaba mal visto que personas ajenas al islam merodearan por el desierto y en 1812 Oriente se había llenado de espías occidentales que pretendía robar el dinero y la fe de sus pueblos. Confiaron en la bondad del peregrino y lo dejaron marchar junto a un guía que evitara su pérdida. De esta forma, disfrazado de árabe, Johann Ludwig Burckhradt vio de lejos el destello rojo de Petra, la ciudad abandonada, y difundió la noticia del descubrimiento por una Europa asolada por Napoleón.

Pero no existen las casualidades en la vida de este viajero suizo. Hay hombres que viven cien años y sus vidas podrían recogerse en poco más de un folio. Burckhardt murió con 33 y aún así tuvo tiempo para recorrer, palmo a palmo, todas las arenas de Egipto y entrar en todas las mezquitas de Oriente. Todo empezó en la Universidad de Cambridge, estudiando árabe, porque el saber no entiende de fronteras. Le ofrecieron formar parte de la expedición que descubriera las fuentes del río Níger, en el corazón de África, y desde aquel día no tuvo otro objetivo en la vida. Dicen que pasaba los días al sol para acostumbrarse a las duras pruebas del viaje, que renunció a la comida y al agua salvo estricta necesidad. El sol de Cambridge como la peor de las lunas africanas.

Marchó a Alepo en 1809, la ciudad más cristiana de Siria, y vivió dos años con sus gentes, adoptando el nombre de Ibrahim Ibn Abdallah, para pasar desapercibido. Allí estudió el Corán y se instruyó en las leyes islámicas. Algunos creen que su conversión fue sincera. Otros afirman que todo se trató de una estratagema.

Burckhardt siempre vivió entre el mundo de la invención y la sospecha. Durante su estancia en Siria, dominada en aquel tiempo por el Imperio Otomano, no cesó en su empeño de conocer. Se instruyó en el noble arte de viajar a pie, la mejor manera de impregnarse de la sabiduría de las gentes. Visitó Palmira y los restos romanos dispersos por todo el Levante, maltratados por el olvido y condenados al ostracismo de ser vestigios de dioses paganos.

Libros

Vida y viajes de John Lewis Burckhardt.

John Lewis Burckhardt

Editorial Laertes


Viaje al Monte Sinaí.

John Lewis Burckhardt

Editorial Laertes


Tras descubrir Petra, la fachada del Tesoro con dos niveles de columnas y frontones clásicos, retomó su objetivo de descubrir las fuentes del río Níger. Para ello, tenía que pasar por El Cairo, la capital de todo Oriente. En el haram de la mezquita de al-Azhar se sentaba justo después del rezo para dibujar los arcos apuntados. Paseó tranquilamente por las callejuelas de la medina y tomó el té de hierbabuena a la caída de la tarde. Hasta que una caravana comercial partió rumbo hacia el sur. Era el momento de emprender el viaje.

La caravana remontó el curso del Nilo, un río antiguo y pesado, que también escondía en sus riberas, bajo la tierra, vestigios de otros pasados ocultos. Fue de esta forma, a las afueras de El Cairo, como descubrió el templo de Ramsés II, en Abu Simbel, que pudo trazar en sus cuadernos y describirlo con todo lujo de detalles. Pero África se seguía resistiendo y le denegaron el paso hacia el Sahara. El río Níger podría esperar, sus ansias viajeras no. De esta forma, atravesó el mar Rojo, como en otro tiempo hiciera Moisés, y entró en La Meca, la ciudad santa para el islam, terreno prohibido para todo aquel que no fuera musulmán. Allí vivió durante algunos meses, bajo el nombre de Ibrahim Ibn Abdallah, y completó el hach o peregrinaje a la ciudad sagrada. Dio las siete vueltas a la Kaaba y besó la piedra negra, el fragmento del paraíso. Al día siguiente oró en el monte Arafat y al siguiente lanzó piedras, como es tradición, contra el diablo.

A su vuelta a Egipto, atravesando el desierto arábigo, subió al Sinaí y descansó en los monasterios más antiguos de la cristiandad, donde la figura de Cristo parece sacada de un espejo. Murió a los pocos días en El Cairo, a los 33 años y sin poder dejar de mirar hacia las fuentes del Níger, que tan esquivas le habían sido. En su fracaso encontró una ciudad perdida, Petra, y el templo de uno de los mayores faraones que tuvo Egipto.

Burckhardt, o Ibrahim Ibn Abdallah, fue el viajero que le recordó al mundo islámico que la Antigüedad descansa bajo las piedras de sus mezquitas. Fue el europeo que supo de las bellezas de Oriente y le devolvió la vista a una civilización perdida.