El Gran Tamerlán ha envejecido. La expedición castellana esperaba encontrar a un hombre alto, robusto. Un ser cuya mirada invocase el miedo en sus súbditos y el respeto a sus enemigos. No al revés, porque es mas difícil vencer a la grandeza que al temor. Cojea de forma pronunciada. Cada paso es un suplicio para sus cortesanos, que se arrodillan ante su sombra. Aún así, el jefe supremo de aquellas tribus nómadas que descendieron de las montañas y se asentaron como un imperio azul a través del desierto se resiste a claudicar. Los años no podrán aún con él. Se apoya en un bastón, con una serenidad de bronce y los bigotes alargados bordeando los labios. Los extranjeros que vienen de Occidente entran en la sala de las recepciones. Llevan viajando años enteros y han atravesado el mundo. Son de piel pálida. Hasta el último rincón del mundo se escucha el nombre del Gran Tamerlán, le dicen sus consejeros.

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Pero Ruy González de Clavijo ve frente a él a un anciano. Un cuerpo que apenas es capaz de sostener una espada de madera. Ajado por el tiempo, sobre sus hombros se extiende unos de los imperios más grandes de la tierra. Cuántas ciudades que nunca podrá visitar. Cuántos ríos que no cruzará a través de puentes hechos con troncos. Cuántas bahías en donde no fondeará su flota. Un rey que no conoce a sus súbditos y que no camina por las calles de su imperio no es un rey, sino una corona de hierro. El viajero castellano observa con asombro todo a su alrededor. Hace unos días que llegó a la última etapa de su viaje. La capital, Samarcanda, es la ciudad de ensueño de la que hablan tantas crónicas. Pero los libros yacen en las bibliotecas de los monasterios y ahora comprueba que las cúpulas azules sobre las mezquitas son ciertas, que el iwan de la madrasa es de un calor similar al del Mediterráneo, el mar que ha atravesado para llegar hasta allí. Todo le resulta más hermoso que las palabras de los viajeros inciertos. Todo menos el sultán, que suda y al que le cuesta respirar, tan grande que era y tan pequeño que es.

El rey de Castilla, Enrique III, supo que el Gran Tamerlán, al que unos llaman tártaro, otros mongol y otros el rey nómada había vencido a los turcos en Ankara y había hecho prisionero al sultán otomano. Para celebrar la derrota del enemigo común, el monarca mandó desde Madrid un cuerpo diplomático para agasajar con regalos al líder que habían propiciado la buena nueva. Encargó la expedición a Ruy González de Clavijo que con un buen número de frailes y diplomáticos marcharon a la tierra donde nacía el sol para descubrir, entre otras cosas, que el sol siempre huía hacia el este para nacer.

Partieron desde el Puerto de Santa María en la primavera de 1403. Bordearon la península con sus barcos, temerosos de cruzarse con piratas berberiscos, hasta que en Mallorca se alejaron mar adentro en dirección a Roma. De allí pasaron hacia Bizancio, que en aquellos días escuchaba el canto del cisne. Los turcos derrotaban una y otra vez a las tropas griegas y conquistaban sus ciudades. La expedición castellana visitó Rodas, Quíos y Constantinopla, la capital del Oriente cristiano, que vivía sus últimos años bajo el signo de la cruz y en donde se refugiaron durante el invierno.

Libros

Embajada a Tamorlán. Ruy González de Clavijo - Editorial Castalia.

Samarcanda. Amin Maalouf - Alianza Editorial.

Documental. Nómada en Samarkanda - TVE.


Cuando el frío remitió, echaron sus barcos al mar y llegaron hasta Trebisonda, en la península de Anatolia. El mar Negro se asemejaba mucho al Mediterráneo, salvo por las corrientes y la ausencia de viento en determinados puntos. Una vez en el puerto, dejaron sus barcos y los viajeros se adentraron en el continente a pie. La relación de las ciudades que visitaron es numerosa. Fueron múltiples los pueblos con los que entraron en contacto, abasteciéndose en sus bazares. Cuanto más al este se dirigían, más se rasgaban los ojos de las personas, más se volvía la tez pajiza y las lenguas eran más incomprensibles. Conocieron Zigana, Erzincan, Erzurum y Ararat, donde contemplaron el monte que les anunciaba que el mundo ya era desconocido. Desde allí atravesaron Irán, con sus ciudades rendidas a la sinuosidad del islam: Teherán, Simnan, Nishapur, hasta entrar en la actual Uzbekistán, territorio del gran Tamerlán, y su capital, Samarcanda.

Tardaron poco más de un año en completar un viaje milenario. Ruy González de Clavijo piensa, frente al Gran Tamerlán, que el poder de los hombres es efímero y teme que, a la vuelta de su viaje, si consigue llegar a casa, su rey haya muerto y otro sea el que dirija los destinos de Castilla. Se siente en paz con la frescura de los abanicos de plumas de faisán y el agua que brota de las fuentes. Samarcanda es un paraíso de baldosas azules. En la corte del sultán lo tratan como a un amigo. Observan sus movimientos y sonríen. Son infieles pero tienen buen corazón. Aceptan los regalos que les hace Enrique III como gesto de entendimiento. Beben agua perfumada y visitan los harenes, propiedad del Tamerlán. Se quedarían a vivir a la sombra de las mezquitas, pero su deber los llama. Deben volver a casa, atravesar un mundo en guerra donde los hombres mueren por la cruz y la media luna, donde los barcos se estrellan contra los faros y las ciudades se incendian con sus poblaciones dentro.

Pero el Gran Tamerlán ya está cansado y se retira arrastrando sus pies. Mientras tanto, el rey castellano abraza la muerte en Toledo. Embajadores sin rey, sufrirán dos años para volver a casa.