A cuenta del último artículo sobre premios literarios, me reprocha amablemente un lector que me limitara allí a dar cuenta de las opiniones de sus mayoritariamente jóvenes protagonistas. Intentaré hoy, pues, saciar —someramente también, por razones de espacio— su no sabría decir si malsana o malintencionada curiosidad. Es obvio que la crisis de 2008 afectó a todos los niveles socioeconómicos y culturales, y la poesía no fue en absoluto una excepción. Y es cierto que por entonces decidí dejar de presentarme a determinados premios literarios publicados por editoriales ‘puntera’ de poesía, ante el convencimiento de que habían conseguido sobrevivir —a duras penas, algunas ni siquiera entrando en ese juego lo consiguieron— apalabrando en mayor o menor medida esos premios convocados por entidades públicas (ayuntamientos, diputaciones) para publicar a ‘sus’ autores con el dinero de esas administraciones.

Entonces como ahora, se hablaba mucho ya de corrupción y de la ‘casta política’, pero nadie o casi nadie parecía ser consciente de las ampliamente extendidas corruptelas en el mundo de los premios literarios en general y de los de poesía en particular.

La mayoría de quienes eran conscientes no lo decían, y quienes se atrevían a decirlo en voz alta eran silenciados por los propios jurados de esos premios, cuyos nombres se repetían una y otra vez. Todo ello, obviamente, hablando en general y sin entrar en la buena o muy buena calidad de los libros que algunas veces obtuvieron esos premios —de amigos/as y/o conocido/as en algún caso—, que no tuve empacho alguno en celebrar y alabar en conversaciones públicas o privadas.

Bastante antes había decidido también dejar de enviar manuscritos a esas y otras editoriales, porque no me compensaba moral ni emocionalmente recibir respuestas del tenor de las que ya he contado en otras ocasiones. Es un aprendizaje duro, pero cuando uno acepta el hecho de que su poesía no interesa a los editores y aprende a convivir con él, obtiene a cambio una rara e inesperada sensación de libertad y de paz consigo mismo.

Por lo demás, el tiempo y la dedicación que la poesía requieren me parecían incompatibles con una jornada laboral de ocho-nueve horas diarias —más otras casi tres de desplazamientos de ida y vuelta— y cuanto más me interesaba como lector, más iba dejando de interesarme como escritor, hasta el punto de abandonar las tareas de corrección, pasado a limpio y archivo de borradores que conlleva. O incluso de perder —o probablemente tirar— algunos de esos cuadernos de borradores iniciales, que en algún momento dejaría sin darme cuenta entre montones de papeles que fueron luego mezclándose y dando tumbos de un rincón a otro de la casa, hasta acabar en el correspondiente contenedor azul más cercano...