A principios del siglo XX Manuel de Falla comenzó a pensar en una serie de nocturnos para piano solo; afortunadamente la idea se alimentó de su propio genio y fue creciendo hasta convertirse en una obra para piano y orquesta. En ella el gran compositor supo emplear y hacer suyo el legado histórico y musical del pueblo español, uniéndolo a las corrientes impresionistas europeas para crear, muy a pesar de su título, una obra inspirada en España pero nacida para ser universal. Su carácter mágico nos lleva a otro lugar, a los lejanos tiempos del apogeo de la Alhambra y el Generalife en Granada. La noche lo envuelve todo con un manto encantado, a lo lejos se escuchan acordes de una danza campesina, más allá, en un lugar ignoto, cae un velo nocturno sobre la Sierra de Córdoba. Es una atmósfera de nostalgia, recuerdo pero también de atemporalidad, no de un romanticismo nacionalista rancio, estrecho de miras, sino que estamos ante la evocación de algo que fue, es y será. Es la vocación eterna de la música, el paisaje de la naturaleza, el alma eterna y buena de los pueblos.