Esta tercera sinfonía, opus 36 de Henry Górecki es, a partes iguales, la música más hermosa y la vez más triste que es capaz de concebir un corazón humano. El planteamiento religioso y el lenguaje católico, como era de esperar en un autor polaco, abren el camino a igualar el sufrimiento cósmico, universal, con el sufrimiento personal. Son tres movimientos que exploran el dolor y la piedad de la muerte de Cristo y el sufrimiento experimentado por María, el drama por la muerte del inocente. Si el primer movimiento entronca con las lamentaciones del siglo XV, la segunda canción se apoya en el texto escrito en las paredes de una cárcel de la Gestapo por una niña pidiendo auxilio a Virgen; un tercer canto en dialecto popular polaco completa la tristísima estampa y con ello lo personal se vuelve colectivo, por encima de lo nacional y se hace universal. Górecki consigue darle una dimensión nueva a un tema tradicional, el de los sufrimientos de María por la muerte de su hijo, convirtiéndolo en una imagen de la humanidad doliente, superando, por supuesto, el reduccionismo nacionalista que pretende tener el monopolio exclusivo sobre las afrentas. El dolor es universal y, por ahora, solo él es capaz de tocar el corazón de la humanidad.