Cuenta una hermosa leyenda de apicultores que, un día, las abejas volaron al reino de los cielos y le pidieron a Dios que, por sus servicios a la alimentación celestial, les concediera un panal de oro. Ante tal osadía, un Dios furibundo sentenció: «¡Desde hoy hasta el fin de los tiempos viviréis en casa hechas de boñigas de vaca!» Dios, nuestro señor, se equivocó. Pues los apicultores, que son hombres y tienen en la sangre el rebelarse contra el supremo, perfeccionaron la técnica y hoy día las abejitas viven en modernas y productivas cajas. Muestra de que llevar la contra te puede sacar de, perdonen la expresión, la m...

Monty Alexander es uno de esos músicos que se construyen la casa cada día de un material distinto: oro, plata, plumas, caña, argamasa, cieno, ¿qué más da? Te lo digo ya por si quieres dejar de leer: fue un conciertazo. Si quieres seguir leyendo te explico por qué. Hoy recibe el premio del festival diez años después de que pisara por primera vez este escenario. También de espaldas a sus dos músicos, y si no me equivoco –porque este cronista no suele tener acceso a los setlist–, empezando el concierto con Renewal, del disco Threesome. Con el escenario vacío va hacia el micro, marca un compás con la voz y aún de pie toca las primeras notas del piano. Desde que se sentó no paró de revolverlo todo. Monty sabe que casi toda la música está escrita, y si es popular caerá en progresiones bastante habituales. Así que cada par de minutos calza alguna una melodía reconocible y tarareable que le toma prestada a «la música».

«Un texto escrito por mí no es ‘mío’ porque yo sea el propietario; es ‘mío’ como puede ser ‘mío’ un hijo». Bastaría este alegato para justificar todas las versiones y/o adaptaciones que se hacen estos días en el Festival de Jazz de San Javier. Quizá serviría también como alegato a favor de la obra versionada frente a la incorruptibilidad de la obra original.

El tercer tema es directamente No woman no cry. Amenaza con ser un concierto para guiris. La mezcla de sonido tiene muchos decibelios. Depende del género, pero cuanto más puro es un proyecto de jazz, menos amplificación pide. Quieren que todo suene «acústico», sin micros y a veces crea conflictos entre técnicos de sonido y músicos. Pero Monty y su Trio suenan al volumen que haga falta. Incluso ellos mismos acaban los temas a martillazos con los instrumentos. De tan excesivo me parece divertidísimo. No sabes por dónde van a salir. Podrían terminar cualquier tema soplando un matasuegras, frotando una lira o golpeando la cabeza contra un gong. Lo absurdo a veces riñe con la genialidad. Monty toca con rabia el piano. Está absorto en él, diciéndonos de todo, pero en cualquier momento podría abalanzarse sobre nosotros.

Interpretan St. Thomas del saxofonista Sonny Rollings. Hace lo que quiere sin importarle mucho si está bien, mal o regular. Es un juguetón, de esos que saben que siempre caen de pie. Juega con nosotros, con las canciones y con su piano. Le habla de una forma que parece que le debe algo. Creo que si el instrumento tuviera conciencia habría salido rodando hace un rato. Pero logra llegar la final sin que se le escape y cuando parece que van a hacer ‘chimpón’ cambia la tonalidad a menor o yo qué sé cuántos grados nos gira la cintura y nos la rompe, y ahora sí, ‘chimpón’, y con el ‘pón’ se levanta de un salto, y mira hacia atrás con violencia, como si le hubieran dado una colleja o alguien hubiera insultado a su madre, a su padre y a sus abuelitos, y se va hacia Jason Brown (batería) y me imagino que le dice «¡¿Es que somos gallinas?! ¡¿Eh!? ¡¿Eh?!» y reanudan el tema con el público medio sentado medio ‘genuflexado’ para, ahora sí, por fin hacer ‘chimpón’. Ovación de pie. Te habrás quedado a gusto, Monty.

De lo poco que presentaría estaba Nothing ever change my love for you, tema de tropical sentimentalismo compuesto por Nat King Cole que le trae al recuerdo al mancebo Monty escuchándola en su Jamaica natal. La termina con una especie de armónicos agudísimos marca de la casa.

No sé qué blues está tocando, pero lo arranca con un subrepticio «¡¡¡Aaaw!!!». El público ríe solo. ¿Veis? No hace falta ponerlo a cantar, se le llama respetable porque sabe lo que tiene que hacer cuando el espectáculo merece la pena. Con sangre y corazón, Monty sigue alerta sobre el piano, no sea que se le escape una sola tecla. Alguna hace ademán, pero Monty cierra el puño con reflejos. La ha vuelto a atrapar. Se embarca en Poinciana, un standard, un poco funk, un poco soul, tranquilito, pero a rebosar de groove. Y al siguiente tema, tirón de orejas. Hace como que toca el Adagio del Concierto de Aranjuez. Son instantes tensos porque no sabes por dónde va a salir el conejo con descapotable y chupa de cuero. Finalmente, con trinos, mete una especie de charanga dentro de un club de jazz ahumado por las imponentes quintas del contrabajo de Paul Berner.

Monty es un líder absoluto. Que lo miren le da igual, que le sigan, también, dar órdenes, lo mismo. Aunque en cualquier momento se gira y te lanza una bayeta mojada contra la cara. Las versiones que hace no son profundas, pero sí divertidísimas e ingeniosas. Para colmo saca una melódica del color de la bandera jamaicana e interpreta Summertime. Juguetón hasta el final, termina el concierto con un sabroso Dub de bajos gordos y groove caliente. Grita Jamaica. Y sigue metiendo melodías conocidas, tirándose por toboganes ficticios y aporreando el teclado cuando necesita ablandarlo para que hable. Público a sus pies en la tercera o décima gran ovación del concierto. Puedo asegurar que, de todo el festival, ha sido el primer ‘bis’ solicitado sinceramente desde los alegres corazones del parque Almansa. Qué grande eres, Monty.

Steffen Morrison, durante su actuación. LOYOLA PÉREZ DE VILLEGAS

A veces, cuando entro en este auditorio, tengo la sensación de atravesar un agujero de gusano. Todo sigue igual –exceptuando que no se puede fumar dentro ni fuera, y la cola del bar es el único lugar de reunión–. Es como volver a la habitación de tu adolescencia. Un recuerdo bonito, pero lejano. Algo así me está ocurriendo con Steffen Morrison, ese segundo concierto de las noches dobles de San Javier. De Paramaribo, Surinam, antigua colonia holandesa, cruzó el charco y hace cuatro años empezó a granjearse una carrera como soulman. Justo lo que necesitaba Europa. Viene agitando su segundo álbum de estudio Soul revolution (2020), título que al parecer no se le ocurrió a nadie hace 60 años. Lo gritaría varias veces con el acento yanqui típico los pólders holandeses.

Lo bueno de este proyecto es que, a diferencia de Mauri Sanchis Band, saben a lo que tienen que sonar: contundencia y energía. Buenos arreglos en el lugar preciso. Son una banda compacta y arrolladora, y eso provoca que el público no se marche en estampida ni siquiera acercándonos a la una de la madrugada. Os daría el setlist ­si lo tuviera, pero casi mejor que os pongáis el disco y disfrutéis de un soul normativo con producción del siglo XXI.

Steffen nos zarandea con su positivismo. En un jueguecito pregunta-respuesta con el público lo convence de que Positivity is all we really need. El ambiente es fantástico, la grada quiere bailar pero el único que lo consigue es Raoul Foe-Aman dando pequeños saltitos a la vez que clava todas las líneas de bajo. Un hombre con suerte. Steffen le dedica una canción a su hermana trágicamente fallecida. El resto de su discografía trata temas familiares y sociales. Un hombre comprometido al que desgraciadamente le hace falta algo más para emocionar. Me quedo ‘totally loco’ viéndole engatusar al público con Hard to Handle. A mí también. La diferencia se evidencia cuando lo que se pretende es mejor que lo que se consigue. Mejor guardar los referentes porque pueden desvirtuar un bello trabajo.