Alrededor del 27, Rosa Chacel escribió a propósito de ciertos padecimientos en su vida: «Hago por superarlo a fuerza de narcóticos: cine y libros. ¡Cómo comprendo a los que recurren a las drogas! Las que yo uso parecen inofensivas, pero no lo son. Resultan tan destructoras como las otras, porque lo destructor es arrancarse de la realidad. El tóxico da lo mismo: lo efectivo es la anulación». Donde dice cine, póngase música. Y donde dice música, añádase poesía. Así se arranca uno de su pena mientras pasea largas horas escuchando o recitándose lo que quizá escriba, posiblemente en idioma francés.

Giovanni Mirabassi, que como tantos otros repite en Festival Internacional de Jazz de San Javier, se sienta en su banqueta y se despereza durante una larga introducción. Mientras estira, alarga y despierta los siete u ocho dedos que debe tener en cada mano, se embarca en la búsqueda. Le pasa a los grandes pianistas, no se conforman con hacerse de arriba abajo el Hannon. Lo tendrán ya en el cajón de los chupetes. El objetivo es buscar y con suerte hallar. Y aquí redundo, puesto que la suerte es para los que la buscan. Afortunadamente las minas le salen al paso y aunque el programa diga que la segunda pieza que interpretará es otro solo de piano, no podría haber hecho otra cosa que seguir cavando y lavando la tierra en el agua para descubrir todas las pepitas de oro que le guarda este escenario de San Javier. En la segunda intentona se le nota más cómodo e inventivo, pero siempre en una rueda constante de virtuosismo de la cual sale bajando la dinámica de absolutamente todo y manteniendo el resto de parámetros musicales por igual.

Mientras Giovanni cuenta su botín, sale Cyril Mokaiesh y nos espeta un spoken word (performance poética que utiliza además elementos musicales y teatrales) con contenida violencia. No sé hasta qué punto acierta en un país poco ducho lingüísticamente y en un auditorio lleno de veraneantes anglófonos. De algún modo se entiende. Los gestos que acompañan a sus palabras; la declamación de las mismas; incluso su forma de sudar. Pretenden mostrarnos el acercamiento a la chanson française que han hecho en su álbum Naufragés (2015). Suena tan distópico en 2021 como hace seis años, pero se agradece la valentía de contar un recuerdo poderosamente alojado en la memoria colectiva. Interpreta Poor Lonesome Piéton, canción de Philippe Léotard, de un lirismo triste y arrebatador. Cyril sabe elegir canciones, pero no las eleva al máximo. Por momentos suena a karaoke y huele a colonia. Y aunque no es lo que se esperaría de un proyecto tan hermoso como este, tiene un extraño y atrayente encanto.

Cyril es un tío simpatiquísimo que maneja más su buena intención que el español. Ha traducido las presentaciones a nuestro idioma para darnos el gusto. Habla de una canción compuesta por Vladimir Vysotsky, un compositor silenciado por el gobierno ruso por ser «un sucio judío». Se titula Rien ne va plus, Rien ne va plus, está a mitad del repertorio y la afronta con ganas de explayarse, ya que en el resto, por limitaciones estilísticas, no ha podido defender un género exageradamente conmovedor. Tras mostrarnos un catálogo actoral de gestos tímidos, pone el brazo derecho en cabestrillo, en L, con el índice estirado, como cuando Jacques Brel se aseveraba para decirte cuatro cosas a ti y a nadie más que a ti. Mokaiesh y Giovanni arriesgan. Los arreglos del pianista, tan acertados como airosos, son trampolines para el cantante francés, que saca su mejor y feroz voz -tan cómodo como cantando rock-. Y cuando estamos cautivados, al borde del precipicio, Cyril va y se ahoga. No logro entenderlo, el disco está amarrado en un puerto al que el directo no llega.

Naufragés es un proyecto que narra las historias solitarias, tristes y deprimentes de diferentes artistas que las pasean neuróticamente por las bohemias calles no solo del país vecino. La selección es fabulosa e insospechada. Por desgracia le ha faltado un poco la garra que la intención pretendía para acabar convirtiéndose en el tóxico que nos acerque a la nostalgia y nos aleje del dolor propio.

Sale Cyril y lo sustituyen Selène Saintaimé (contrabajo), Lukmil Pérez (batería) con un primer envite enérgico a base de clave brasileña. A su término suenan unas notas de bajo e inesperadamente la contrabajista gala se arranca a cantar en un idioma aún más desconocido que el francés. Un canto marciano que roza el gorgorito pero sale del pecho. Si se decidiese a cantar el resto del concierto nos olvidaríamos de que estamos esperando a Marc Berthoumieux. De esta forma se aventuran en un jazz lento y bonito de tónica visible para mover la cabeza lenta y dolorosamente. Para exorcizar pacíficamente los malos sentimientos.

Lo acaban bonito y por fin llega Marc Berthoumieux con el acordeón al hombro. Hace un solo y a tempo entra la batería Dios sabe cómo. A partir de este momento, el acordeonista cogería la batuta de director para designar en cada momento al solista y marcar las intensidades. Quien las maneja magistralmente es Lukmil. No para de bostezar entre canción y canción, así que para despejarse decide darse guantazos en la cara. Me recuerda a los viejos hoteles en los que los clientes dormían sentados en una silla apoyando el torso sobre una cuerda.

Cada vez que Marc saca de la duermevela al baterista cubano, de un salto se sube a la cuerda y la cruza sin caerse haciéndose el sonámbulo. Que un baterista maneje el ritmo es algo obvio, que maneje la intensidad parece algo obvio, pero que haga un mapa físico de la totalidad de su instrumento para hallar las infinitas sonoridades que pueda tener, eso no es nada obvio. Así que las veces que Marc lo mira para que se arranque, despliega el plano y empiezan a salir conejos.

Hasta aquí los detalles. Si hubiera que definir este segundo concierto en su totalidad sería como la ofrenda a la Virgen en las Fallas de Valencia. Demasiadas flores. Todos los temas tienen una armonía cerradísima y alrededor de ella giran y giran férreamente hasta que no encuentran ni un solo hueco más donde clavar una flor. Por muy bonito que quede el manto, no logran superar al del año anterior. Son los conciertos basados en el solo constante. Por la apabullante calidad de estos músicos, tiene uno la sensación de que los hallazgos no cesan, pero en realidad ocurre más bien poco. Juegan a subir la intensidad al final de los temas y aunque no resta tampoco es efectivo. Piano y acordeón se explayan mientras que las bases de contrabajo y batería bostezan. Encuentro los mejores momentos del concierto cuando la fraternal lucha de solistas cesa y se ven los mimbres de los temas. Inverosímilmente la sencillez se torna mucho más refrescante que la velocidad y los acordes endiablados.

Llegamos al final y sale Cyril Mokaiesh. Es verlo y siento lo muchísimo que lo he echado de menos. Cantar con banda le queda mejor y terminan con la Rua Madureira del ínclito Nino Ferrer. Palabras mayores. Perfecta conjunción de bossa y chanson en la que todos, por fin, suman a lo que debería ser una banda. Bis pegadizo incluido: esto sí se parece a la droga de la que uno debe disponer para escapar un rato de la realidad.