Innisfree, el maravilloso rincón, aldea bendita del reencuentro y el amor en la película de John Ford, El hombre tranquilo, tenía su canción, su maravillosa canción publicada por Dick Farrelly dos años antes de la película.

Si Innisfree fue durante años el lugar en el que quería vivir, tomar cervezas, adorar en secreto y casto amor a la pelirroja Mary Kate Danaher, su canción representó para mí la nostalgia invencible que se apodera de nosotros cuando añoramos aquellos lugares, que por inexistentes en el mapa de los seres humanos, jamás alcanzaremos a ver más que con los ojos del corazón, y nos convertimos por tanto en expatriados permanentes, semejantes a emigrantes irlandeses que añoran su patria con tanta pasión como los judíos añoraban la suya los días del destierro. Ya la canción advierte orgullosa que nada me importa que llaméis soñador a quien añora el azul del mar, las verdes colinas y una patria lejana que se convierte poco a poco en lugar legendario, la patria perdida. No hay deshonra ni vergüenza en que alguien llame soñador a quien no posee, en verdad, más que sueños de una tierra adornada con caudalosos ríos, valles verdes y aves que cantan canciones de ausencia.