Quien tenga en mente que la ópera es un entretenimiento circense de acrobacias vocales inventado para entretener a franceses e italianos sentimentales; que es una creación trasnochada del pasado, elitista y solo para unos pocos, incomprensible para la mayoría, debería lavarse la impureza de sus pensamientos y la ceguera de sus prejuicios con la música bella, triste y desesperada de Los Payasos, de Ruggero Leoncavallo, estrenada en 1892. En el teatro de la vida, lleno de buenas palabras, de imágenes falsas de uno mismo, muchas veces se ha de poner a mal tiempo, buena cara. Disimular siempre, pues nadie sabe qué sucede en templo sagrado de nuestro interior. Las aguas están tranquilas, parece que apenas el espíritu de Dios aletea en la superficie, pero las corrientes profundas son violentas, y secretas. 

Una famosa aria de esta ópera nos manda ponernos el disfraz de payaso, para la gran celebración que está deleitando a todos. No importa qué penas sufra el payaso si se viste de alegres colores y lleva el rostro maquillado. El público paga para reírse, olvidar sus miserias y hacer escarnio de las ajenas. Así ha sido siempre la vida, que llanto y risa son ramas nacidas del mismo tronco.