Fue la primera película que se alquiló en mi casa para estrenar el reproductor VHS en las Navidades de 1986. Y, aunque daba algo de miedo, era, en esencia y en la práctica, una comedia (con algunos puntos realmente geniales), y contribuyó a rebajar el trauma con los fantasmas y posesiones que habían azuzado Poltergeist y El Exorcista. 

Es, sin duda, uno de los grandes hits de los ochenta (el logotipo y la canción de Ray Parker Jr. son dos iconos perennes), y nos descubrió que los frikis y empollones podían ser los héroes de la función, aunque, el argumento, más que ensalzar el papel de la Ciencia, era digno (con o sin ironía mediante) de Cuarto Milenio. Se construyó a partir de un proyecto de Dan Aykroyd, como una suma de casualidades e improvisaciones, en la mejor tradición del Saturday Night Live, aquí todavía en su primera era. Bill Murray heredó a última hora un papel que debería haber interpretado el malogrado Jim Belushi, y se acabó merendando la función, lo que no era nada fácil con el plantel que le rodeaba. Él era el cínico e indisciplinado (pero también el más razonable) del equipo; Harold Ramis, también un recurso de última hora, bordaba su frío científico, mientras que Aykroyd esbozaba un arquetipo antecesor de The Big Bang Theory. El insoportable neoyorquino encarnado por Rick Moranis, funcionaba como alter ego de Woody Allen, y mientras Sigourney Weaver sacaba a pasear, una vez más, el empoderamiento femenino que llevaba de fábrica, resulta algo incómodo lo arrinconado que quedaba el personaje de Ernie Hudson.

La secuela, más oscura, no estuvo mal, y el reboot femenino estrenado en 2016 no lo he visto todavía, pero me generó desazón la estúpida polémica montada en torno al protagonismo femenino. Ghostbusters es, en definitiva, la mejor película de un Ivan Reitman responsable de descubrirnos la ‘faceta cómica’ de Schwarzenegger (Los gemelos golpean dos veces, Poli de guardería, Junior).