Villa Adriana pretendía ser una evocación, un conjunto de recuerdos para que el emperador, ya enfermo, pudiera recuperar aquellos días de viaje. Un lugar que desafiase la memoria cuando el invierno arreciase a las pies de los Apeninos. Adriano se sumergía en las aguas termales del campo, la piscina que había mandado construir y que tanto se asemejaba a la que vio años atrás, cerca de Alejandría, frente al templo de Serapis. En la Piazza d’Oro el olor de los cítricos llamaba a la puerta en la hora de la siesta y veía cerca de él, entre la vigilia y la ensoñación, la Itálica de sus padres, a las orillas del Betis. Cuando paseaba por el templete circular de Venus, se dejaba vencer por el erotismo, un cuerpo joven que era llamado por el deseo, el de Antinoo, en las puertas de Bitinia, de camino al Oriente. De la misma manera que en el Teatro Marítimo veía las embarcaciones pasar, los peces de colores y creía revivir las travesías por el Adriático y el Mare Nostrum, incluso las avanzadillas hasta la Britania, lugar que contenía los límites de un imperio.

Extensión del Imperio Romano

Para Adriano ser emperador no le impidió cumplir con el espíritu del viajero. No quedó provincia del Imperio que no visitara, ya fuese a la cabeza de las legiones o en una litera, compartiendo el calor del verano con los esclavos. El hombre que estaba llamado a ser el corazón de Roma, la cabeza pensante de un gigante destinado a perpetuarse sobre los demás reinos de la tierra, se agobiaba en la ciudad de las ciudades. Roma era una prisión de oro, un escenario de pesadilla lleno de senadores, con olor a pescado podrido y con dagas afiladas a la salida de los foros. Con el mundo a sus pies, el emperador no podía hacer otra cosa que extender su mirada hacia el orbe. Su cometido sería visitar todas las ciudades por él gestionadas, visitar los templos y hablar con sus sacerdotes. Escuchar las lenguas extrañas que empujan al latín en las plazas y observar los atardeceres en las copas de vino de las provincias. Tarea exigente para un solo hombre.

Ya antes de ser nombrado emperador, Adriano había visitado la mitad del imperio. Los primeros viajes los efectuó a Itálica, la patria de sus antepasados, el hogar de su tío, el emperador Trajano. Durante el recorrido por la Baética descubrió que sus orígenes estaban en una tierra rica en aceite y minerales, donde el agua agarraba bien la tierra y producía, con el trabajo de los hombres, unas frutas excelentes. Recorrió el resto de Hispania y de ahí dio el salto hacia la frontera norte del imperio. Se detuvo en el río Rin y en el Danubio. Más allá los bárbaros amenazaban siempre con destrozar la paz de los pueblos. Hombres ligados a los ríos y que desaparecían de entre los bosques en los días de guerra.

Libros

Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar, Editorial Edhasa

Historia romana. Dion Casio, Gredos


Pero la verdadera pasión de Adriano siempre fue Oriente. El hombre supo, nada más entrar en Atenas, que aquella era su ciudad por encima de cualquier otra. A la antigua capital de la sabiduría griega, Adriano le debía la pasión desmedida por la cultura helénica, la sensualidad y el culto al cuerpo, el deseo de la sabiduría y el amor, en una misma copa. A la ciudad le dedicó una biblioteca, que aún hoy resiste a caer, entre multitud de ruinas que pueblan la ciudad. Es el mayor homenaje que Adriano legó a Atenas, mientras que esta nunca olvidó que, a pesar de que los romanos habían conquistado Grecia, no todos empuñaban la espada como dialecto.

Desde Grecia viajó a Oriente. Allí se enteró de la muerte de Trajano y su ascenso como emperador. Visitó Antioquía, Armenia y Siria, provincias romanizadas en donde los mercados marcaban el ritmo de la vida y de la muerte. Obligado a volver a Roma, el ya pontífice máximo se dirigió hacia la fachada Atlántica de sus dominios. Conoció la Galia, pacificada un siglo y medio antes por César y cruzó el estrecho canal hasta Britania. Era aquella tierra dura e inundada de lluvias constantes. Hasta los límites del imperio viajó para visualizar el muro que debería separar Roma de lo desconocido, el ‘ellos’ y el ‘nosotros’, la civilización y la barbarie. A la vuelta, pasó por el Norte de África, Mauritania y Numidia, testimoniando que en el imperio los desiertos y el hielo cohabitaban.

Adriano vislumbró siempre en Atenas la mayor proximidad a la perfección. En una de sus expediciones a Bitinia, conoció a Antinoo, un joven del que se enamoró y que hizo divinizar cuando murió. Llenó los templos de todo el imperio de estatuas que honraran su memoria. Incluso en Jerusalén, la milenaria ciudad de los judíos que visitó en alguna ocasión, también llevó el nombre de Antinoo a la puerta de los lugares sagrados. De Israel a Arabia, sumergiéndose en el Nilo egipcio en busca de ahogar su carácter melancólico, Adriano no dejó rincón del mundo sin recorrer, buscando siempre la esencia de la belleza, el conocimiento del otro y el amor por los placeres furtivos. Por eso Villa Adriana, aún hoy en día, es un lugar que habla de otros lugares. Por eso Adriano, emperador y dios, fue antes que nada viajero. Sabiduría y deseo, dos cualidades halladas en la piel de las ciudades, en las espaldas de una divinidad joven.