Descubrí en mi infancia un viejo vinilo West Side Story, y fue como si diera con un hallazgo arqueológico. Mezclado con los discos de la colección familiar, aquel destacaba enseguida por sus textos y las fotografías que lo acompañaban. No fue tan fácil poder escuchar aquella cuidada edición, hacía falta un equipo adecuado y en casa ya no había tocadiscos que funcionara. Un amigo músico solucionó el problema y pronto pudimos comprobar, para solaz nuestro, que el disco se encontraba en buen estado. 

De entre todas aquellas canciones maravillosas, brillaba María, que representa el amor más puro, más sencillo, aquel que no puede expresarse si no es con el nombre del ser amado, que se repite sin cesar en una cadencia mágica, de encantamiento y puro hechizo. No importa la tragedia que pesa amenazante sobre los amantes, ni el mundo miserable de marginación que los asfixia, ni las fuerzas misteriosas que ya han condenado a dos seres destinados a perder, porque el tiempo se paraliza, y la implacable marcha de los acontecimientos concede una breve tregua; suficiente, sin embargo, para llenar una vida. Desde que escuché María por vez primera ni he podido ni he querido olvidarla.