Francisco Portela de la Llera Los Alcázares, c. 1931

Sin duda, pocos o ninguno recordarán una imagen del Mar Menor como la que el pintor Portela reflejó en esta tabla. 

Francisco Portela de la Llera, hijo de marino, había nacido en Puerto Real (Cádiz) en 1869, pero pronto se trasladaría a Cartagena, donde vivió hasta su muerte en 1950. Pintor especializado en marinas, aunque no desestimaba otros temas, pronto se hizo de merecida fama local por estos decorativos cuadros. 

Abrimos hoy esta sección con una pieza sin título, pero hemos reconocido lo que bien podría ser la antigua zona de la pescadería de Los Alcázares, por desgracia el nombre escrito en el acceso del balneario es totalmente ilegible, lo que nos daría un testimonio documental interesante, pero hay otros, como ahora veremos.

El primero de ellos es la datación. ¿Por qué cerca de 1931? Fijémonos bien en las banderas que ondean sobre el tinglado, un tanto caótico, del o de los balnearios, pues pareciera que se superponen unos a otros; son banderas tricolores de la Segunda República, de ahí la fecha.

Otra curiosidad que hace interesante esta marina es su carácter costumbrista, la singular forma de las barcazas, y su número, signo de la abundancia de las aguas, la indumentaria de los pescadores, vistos en antiguas imágenes fotográficas en blanco y negro, pero no con el color propio de sus ropas de faenar.

Lleven su vista ahora al horizonte, allí donde se alza la sierra minera que cierra al sur el mar, a sus pies una potente construcción se define claramente con su torre elevada. Es San Ginés de la Jara, entonces ya un monasterio desamortizado, inicio de su destrucción.

Antonio Medina Bardón, Los Urrutias, 1947

Antonio Medina Bardón, Los Urrutias, 1947

Cuando me trajeron este cuadro al taller para limpiar la amarillenta costra de barniz oxidado y nicotina, me vino un flash, una ola de emoción. «¡Son Los Urrutias!», exclamé, y sí, eran Los Urrutias, mi playa desde hace ya muchos años, y esa perspectiva la misma que yo disfruto o he disfrutado durante este tiempo.

En los 74 años que separan esta imagen, maravillosamente captada por el que podemos nombrar sin recato ‘pintor del Mar Menor’, Antonio Medina Bardón (Murcia, 1922-1995), y la actualidad, muchas cosas han cambiado en este pequeño enclave marmenorense, pero permanece inalterable su peculiar carácter de veraneo a la antigua, de pipas y bicicleta, de tertulias nocturnas con tintos y gaseosa, no haremos publicidad de marca, y, hasta hace no tanto, de cine de verano.

Decía que han cambiado muchas cosas que Medina Bardón nos deja en esta imagen para el recuerdo. Ya no existen casetas, ni toldos familiares, las casas bañadas por el mar, al que se accedía directamente bajando dos o tres escalones, han sido eliminadas, para gozo de las que entonces estaban en segunda fila, pero también esa orilla arenosa, sí, arenosa en ese punto al menos, se ha visto alterada por erradas regeneraciones y no hablemos de la domesticación de la naturaleza, con la creación de ‘modernos’ paseos marítimos… ¡Ay!

Aparquemos añoranzas, hablemos de la obra, que es lo que cuenta aquí y ahora. Tienen las marinas de Medina, sean óleos, como ésta, o acuarelas, las más, una vibrante luminosidad mediterránea, un colorido limpio y vivo, podemos decir que es un pintor jovial, como sus paisajes.

Ángel Haro, Mar Menor, 2020

Ángel Haro, Mar Menor, 2020

Andaba buscando una tercera obra para ilustrar este capítulo dedicado al Mar Menor y escuchando las Gymnopédies de Erik Satie cuando, en esa sinestesia que de vez en cuando me ilumina, me vino a la mente la magnífica obra que Ángel Haro había realizado por encargo de mi buen amigo José Miguel, a raíz de la terrible Dana que aceleró el ya grave estado de su ecosistema; obra entregada en plena pandemia y mostrada vía WhatsApp a los amigos, para alegrarnos el encierro, que generosamente me ha permitido compartirla públicamente. 

Y es que este Mar Menor de Haro, grande en su formato (76,00 x 224,00 cm.), es líquido como la música de piano, melancólico y triste, sereno e inquietante, como las notas de Satie. Un poema maravillosamente pintado, una elegía.

Hablaba yo con Ángel sobre esas cruces que pueblan el azul y me contaba que son reminiscencias de sus inicios de topógrafo, marcas de ubicación, él las utiliza con alguna frecuencia, lo sé. «Las cruces no las inventó Tapies», ríe, reímos. Para mí son un símbolo de dolor y muerte, la de este mar, nuestro pequeño mar, y, aunque no le gustan los símbolos, lo acepta.