Francisco Javier siempre quiso ir a Tierra Santa a conocer la tumba de Cristo, pero una escuadra turca se lo impidió. Eran los días de su juventud. Había terminado sus estudios de teología en la Universidad de París y se disponía a tomar los hábitos en Venecia, de la mano de la Compañía de Jesús, como le había recomendado su fiel amigo Ignacio de Loyola. A pesar de ser un hombre que no se dejaba impresionar por las riquezas, pudo disfrutar en la ciudad inundada de los palacios más bellos del Renacimiento, recorriendo en barco las islas donde Cristo aparecía en mosaicos de cielos dorados cargados de humedad. Aquella imagen se le quedaría al joven jesuita en la memoria y la recordaría allá donde fuera. Fue en el ábside de la iglesia de Santa María de Asunta, en Torcello, una isla que parece flotar a la deriva en el Adriático. Decidió ponerse a los mandos de la palabra y si Jerusalén le cerraba el camino el mundo le abriría las puertas. Dedicaría su vida a las misiones. Su forma de entender la religión sería, a partir de ese momento, en un viaje continuo.

Ruta de los viajes de San Francisco Javier. Wikipedia

De esta forma pudo Francisco Javier, un noble nacido en Navarra, conocer un territorio que solamente estaba reservado para comerciantes y conquistadores. Su mercancía no era de este mundo. Sus armas poco tenían que ver con la pólvora. Llevaría en los barcos una Biblia anotada y rezaría en las noches australes con una devoción inteligente, con la cabeza siempre puesta en el día siguiente, en el mañana, donde encontraría gente diferente a él, con otras lenguas y otras costumbres, pero dispuestas a escuchar aquellas historias de un hombre muerto en la cruz.

Los caminos de las misiones durante el siglo XVI salían de Lisboa sin destino fijo. La ruta que iba a hacer era bien conocida por los marinos portugueses, que dominaban el comercio por el Atlántico y el Índico hasta la India. Francisco Javier salió en el mes de abril de 1541 hacia el sur, bordeando la costa africana hasta el Cabo de Buena Esperanza. Venció a las tormentas y subió rumbo al norte. Su primer destino fue Mozambique, frente a las costas de Madagascar, una tierra que conocía el portugués y que ya había sido evangelizada.

Bastaron unos meses para que el misionero sintiera la necesidad de buscar nuevas fronteras. El continente africano era una enorme balsa a la que solo se le veían los bordes. El interior era territorio ignoto. Francisco Javier dejó las playas paradisiacas y siguió su camino hacia Malindi, a pocos días de Mombasa, la capital de Kenia. Allí leyó la Biblia en las plazas y dio misa en la única iglesia construida, de los tiempos de Vasco de Gama. Poco después, zarpó el barco con el que atravesaría el océano Índico y dejaría para siempre África.

Libros:

El Oriente en llamas (Louis de Wohl, Editorial Arcaduz)

Su vida requería destinos más exóticos, aquellos lugares donde Cristo fuese un mineral escondido y dispuesto a ser descubierto. Desembarcó en la isla de Socotra, en el golfo de Adén, donde según la leyenda había predicado Santo Tomás, pero no encontró más que una religión que mezclaba la fe islámica y los viejos ritos ancestrales. Pocos días después llegó a Goa, el paraíso en la tierra, donde el misionero predicó en lengua portuguesa y aprendió la de los locales. La India será para Francisco Javier una especie de hogar espiritual, un lugar al que volver tras un largo viaje, por eso no es de extrañar que la paz eterna de su cuerpo necesitase de la tierra de Goa para descansar. La India fue también un espacio de reflexión. Más al sur, en la ciudad de Thoothukudi, discutió con los brahmanes sobre la idea de Dios y salvación.

Desde allí recorre las islas cercanas. Europa compra con cobre las ricas especias de los bosques tropicales. Allí acude Francisco Javier. Da discursos en las islas Molucas, en Malacca, en Ternate y en Cochin, todas paradas portuguesas en la ruta del dinero. Pero necesita más. Es entonces cuando escucha hablar de Japón, el Cipango que confundió Colón, y pone rumbo hacia allí. Primero visita Cantón, en cuyo puerto se escuchaban todas las lenguas del mundo, y unas semanas después descubre Kagoshima, en Japón, ante las noticias de que los misioneros jesuitas estaban siendo perseguidos y asesinados. Aquella ciudad es distinta a la Venecia de sus primeros días.

Películas:

Silencio (Martin Scorsese 2016)

Las montañas que aparecen en el horizonte son volcanes que llenan de humo los amaneceres, como el incienso de las iglesias, aquella otra mañana en la que visitó Santa María de Assunta y descubrió el mosaico dorado de la Virgen. Es un momento de paz. Se siente solo en Kagoshima. Es el primer español que ha llegado tan lejos predicando su fe. La suya es una soledad dulce, que le llena el espíritu de voluntad. Sabe que su misión no tiene fin, que hablar con la gente y construir los caminos con palabras es una tarea infinita, pero no le importa.

No sabe que le espera China, la isla de Shangchuand, una muerte temprana, un cuerpo arrastrado por los mares hasta una pequeña iglesia de Goa, junto al río Mandovi, donde los cristianos de piel cetrina acudirán durante siglos, al atardecer, a encender velas por el hombre que les dio a conocer a Cristo. No sabe nada de eso Francisco Javier, que contempla los cerezos de Japón, esos árboles rosados, y cree ver en ellos la forma de los ángeles.

Un mundo nuevo y en paz.