Hubo un tiempo en el que para guiarse por los caminos del mundo el hombre tenía que mirar a las estrellas. El viajero iba a pie. Pocas veces se atrevía a aventurarse lejos de la costa. El mar era aquel segmento desconocido en donde las tinieblas se abalanzaban sobre la luz. En una época difusa, antes de que Roma hiciese de Europa una carta geográfica a su medida, ya había pueblos enteros que se dirigían hacia el borde del continente. La tierra de llegada usó diferentes nombres para darse a conocer. De todos ellos hemos conservado el de Finis Terrae, el último punto terrestre antes de caer al vacío, los límites de un mundo y la entrada hacia otro. Durante milenios, la respuesta estuvo en la combinación de luces esmaltadas en el cielo.

Ese campus stellae (camino de las estrellas) es lo que hizo del Camino de Santiago un lugar mágico para los hombres de todos los siglos. Hablamos de una magia que trasciende lo humano, que impregna el plano espiritual pero que no se sitúa necesariamente en lo sobrehumano. Cada persona lleva dentro de sí un grado único de experiencia. Hay quienes peregrinan a Santiago por fe cristiana o por sentimiento de alejamiento del mundo. Por enfado o por promesas. En todos ellos se combina una especie de fuerza que late en el camino, que descansa bajo las piedras. Pocos lugares hay que inspiren esa misma conexión entre la naturaleza y la civilización. Muchos viajeros lo han sentido también en Delfos, frente al oráculo de Apolo (viajeros de aquellos y de estos días), en la sagrada Benarés, en Saqqara frente a la tumba de Zoser, por citar solo algunos ejemplos.

Recreación de un mapa de época.

Es un hecho que trasciende lo sobrenatural. No se trata de ser creyente, de rendirse a las fuerzas del espíritu o de llevar un libro de Voltaire bajo el brazo. Realizar el trayecto que hoy se conoce como Camino de Santiago toca en lo más profundo del ser porque no hay nada más humano que la marcha del individuo hacia su destino. Un gesto que se lleva repitiendo durante milenios, que ha formado lenguajes antiguos y ha visto desaparecer otros. Que ha erigido catedrales sobre la nada y ha devastado bosques y ríos. Cada peregrino encuentra un motivo diferente para situarse en el sendero y de entre todas las historias solamente la suya tendrá sentido.

El mito de Santiago llegó a la península de la mano de una barca de piedra que aún puede verse en los acantilados de Mugía. Evidentemente, es una piedra con forma de barco de pescador, a la que las olas le lamen insistentemente el casco. Frente a ella, el Santuario de la Virgen de la Barca y la inmensidad del océano, la niebla acercándose cada vez más al pueblo y un río de peregrinos que se descalzan las botas y aguardan el atardecer del mundo. Las crónicas son confusas y la figura de Santiago se pierde en la leyenda. La tradición cristiana dice que el apóstol predicó en España, aunque con poco éxito. También cuentan que, una vez martirizado en Jerusalén, los discípulos del santo atravesaron el Mediterráneo en una barca de piedra (la de Mugía) para depositar su cuerpo en un lugar de la actual Galicia. De nuevo, el punto que siglos antes marcaban las estrellas.

Fue durante el siglo IX cuando, de forma espontánea, algunos peregrinos dejaron todo sin mirar atrás para dirigirse hacia ese lugar inexacto. Aún no había construcciones dignas de acoger el cuerpo de un Apóstol y al Pórtico de la Gloria le quedaban unos cuantos siglos para pasar de la cantera a la forma de la carne. Ya en el siglo XI se consolidó la forma del camino, gracias al Codex Calixtinus, la primera guía de peregrinos donde aconsejaba lugares para hospedarse y qué iglesias visitar. Durante todo el trayecto, de París a Santiago, florecieron templos, hospitales para peregrinos y puentes que salvaban ríos. La vida se iba abriendo paso por pueblos donde solamente había monasterios y vacas. De esta forma llegó el románico al norte de la península y posteriormente el gótico. El peregrino se enfrentaba a un viaje duro, por supuesto, pero con menos peligros con respecto a la Jerusalén sarracena o a la opulenta Roma. Era Santiago el lugar idóneo para abandonar y encontrarse, para escapar y llegar. Para caminar con todo lo que uno es a las espaldas.

Hoy en día, el camino muere de éxito. El peregrino, el viajero, debe convivir con autobuses que descargan a miles de personas. Los albergues y hospederías se están convirtiendo cada vez más en resorts con piscinas y desde Melide todo se ha transformado en un parque temático, extendido a lo largo de cien kilómetros. Llegar a Santiago es ya un deporte nacional, un pasatiempo barato en tiempos de yoga y selfies. A veces cuesta trabajo situarse delante del camino y entender que el fenómeno del turismo es otra arista más de nuestros días. Los peregrinos medievales debían convivir con el miedo a los lobos y a los bandidos, y no cesó el impulso que llevaba a los hombres hasta Santiago. De Delfos hoy solo quedan algunas columnas. Las formas de Saqqara se confunden con la arena del desierto. En Benarés el fuego atrapa a una ciudad pobre y alegre. Santiago se alza al final del camino y recibe al peregrino con la misma sonrisa de hace mil años, la del Pórtico de la Gloria. El último paso hacia las estrellas.

Libros:

  • Códice Calixtino (Washington Irving, Editorial Alvarellos)
  • Gárgoris y Habidos. Una historia mágica de España (Fernando Sánchez Dragó, Planeta)