Se han cumplido recientemente dos años de la muerte de Narciso Ibáñez Serrador, un nombre que es suficiente, por sí sólo, para hacer que mi mente viaje a la segunda mitad de los sesenta, cuando toda la familia se congregaba frente al televisor dispuesta a pasar un mal rato semanal con Historias para no dormir, que tanto miedo nos dio en aquella infancia hecha de tebeos y series en blanco y negro.

Pegado junto a la tele, esperaba con fruición aquel grito con el que finalizaban los títulos de crédito que, aunque sabido, siempre hacían que se nos helara la sangre.

Era la antesala de un fantástico mal rato. Años después, leí muchos de aquellos episodios en sus relatos originales de Poe o de Bradbury, y siempre volvía a rememorar aquellos episodios.

Recuerdo episodios como La zarpa o la surrealista El asfalto, historias que no se han borrado de mi memoria de telespectador muchas décadas después. Ni don Cicuta ni, mucho menos, la calabaza Ruperta, habían salido todavía del magín inagotable de Ibáñez Serrador, pero este émulo de Alfred Hitchcock, que, a la manera del mago del suspense en su serie televisiva, presentaba sus programas con grandes cantidades de humor negro, supo hacer que las familias se congregaran cada semana frente a aquella caja que aún no era tonta, a disfrutar de una hora de nervios y zozobra.