Bastaba con ser fiel a Alejandro para descubrir el mundo. Sentados bajo una columnata en Pella, los días de la infancia transcurrían con las lecciones de Aristóteles. Allí, el príncipe Alejandro aprendía aritmética e historia, astronomía y filosofía. La geografía correría a cargo de su ambición. Había visto un mapa pintado en el suelo, tan grande como la estancia, y jugaba a recorrerlo entero con grandes zancadas. Calístenes lo observaba, también en su niñez, mientras tomaba nota de las necesidades de la musa de la Historia. Él sería un gran historiador y contaría al mundo las hazañas de aquel rey macedonio que aún era un niño. Se convertiría en el nuevo Homero.

Mapa de la expedición de Alejandro Magno. Fuente: Wikipedia

Pero todo eso sucedió muchos años antes de que la ambición convirtiese a los hombres en enemigos. Calístenes había optado por la Historia como forma de vida. Había acompañado a Alejandro en todas sus empresas y se había jugado la vida en cada batalla, ya fuesen griegos, persas, amazonas o tribus del Kurdistán. Ahora sus días se consumían en una celda de alguna ciudad persa, itinerante como los pasos del rey. Se había negado a postrarse de rodillas ante Alejandro, porque solo los esclavos, los persas y los hombres sin honor se inclinan ante otro hombre. Él era un griego, un hombre libre, un igual. Sus rodillas no soportarían el peso de la vergüenza, ya fuese el mismísimo Alejandro Magno, el conquistador del mundo, el que se lo exigiese.

Libros:

  • Vida y hazañas de Alejandro Magno de Macedonia (Pseudo-Calístenes, Gredos)
  • Trilogía de Alejandro (Valerio Massimo Manfredi, De Bolsillo)

Mucho antes, su amistad había valido un imperio, y el imperio había justificado el mayor viaje que jamás se hubiese realizado. Todo empezó como todo lo importante en la vida: con la Ilíada. Alejandro y sus amigos soñaban con emular a Aquiles y Héctor. Visitaron los lugares sagrados de Grecia, el oráculo de Delfos, la orgullosa Atenas y destruyeron Tebas, para demostrar que Macedonia guardaba en una mano la paz y en la otra el fuego. Descubrieron la vieja ciudad de Troya nada más desembarcar en Persia. Alejandro se desnudó frente a la tumba de Aquiles y corrió extasiado para honrar la memoria del mayor guerrero que había nacido en Grecia. Vengaría la sangre derramada de todos los soldados que hubiesen caído por la avaricia oriental. Y así derrotó por primera vez a las tropas persas, en la batalla del río Gránico. Su viaje también le permitía momentos para ensalzar el noble arte de la guerra.

Su paso por la península Anatolia fue duro pero legendario. Ocupó todas las plazas que en el pasado fueron griegas. Éfeso, Halicarnaso, Pérgamo y Mileto, todas guardaban la memoria de su ágora, los debates de los filósofos y el mercado con olores de libertad. En Frigia, una vieja leyenda contaba que quien deshiciese el nudo gordiano dominaría el mundo. Alejandro no temía ni los problemas de la mente ni los del campo de batalla. Agarró su espada y cortó el nudo de una tajada, porque al destino se le puede sortear con trucos y engaños. Aún con la espada sin envainar, venció a los ejércitos persas en Issos. Ya tenía despejado el camino hacia el Levante. Había tocado el extremo oriental del Mediterráneo y su expedición pudo descubrir un crisol de religiones y ritos que se ocultaban en las piedras de los templos y el incienso. Visitó Tiro, a la que asedió, Jerusalén y Damasco, ciudades que guardarían el recuerdo de su paso.

Película: Alejandro Magno (Oliver Stone, 2005)

Continuó al sur. Había escuchado que era hijo de un dios y quiso encontrarse con su destino. Cruzó el Sinaí y se adentró en las arenas del desierto. Rezó en el oráculo de Amón, en el oasis de Siwa. Descubrió los templos de los faraones y las pirámides que les servían como descanso eterno. Fundó una ciudad pegada a la costa, que sería la más grande y hermosa durante siglos, y volvió hacia el interior de Oriente, donde su cometido estaba escrito en los ojos de Darío III. Había escuchado hablar de Babilonia, Sula y Persépolis, las capitales persas que Calístenes le había descrito a la perfección. En la primera entró y se embriagó de belleza (moriría años después allí, en el palacio del que fuera su enemigo); en la segunda pasó, despreciando sus murallas; a la tercera la destruyó, privando su memoria a las generaciones de humanos.

Extinto el Imperio Persa en Gaugamela, Alejandro no frenó sus ansias. Su conquista trascendió los límites de lo conocido. Recorrió Asia Central, hasta el país de las Amazonas, mujeres que disparaban flechas. Se bañó en el Caspio, atravesó las montañas del Karakorum, tan altas que ni los dioses podían escalarlas. Llegó al río Indo, más allá del límite de lo conocido y sus tropas le pidieron entre lágrimas y cuchillos volver a casa. Su odisea había terminado en el país de los elefantes. La vuelta sería penosa. Sus amigos fueron tratados peor que a enemigos y lo que un día fue la expedición más asombrosa de la Antigüedad se tornó en una pesadilla en los brazos de un emperador enloquecido. Los últimos pasos, antes de llegar a Babilonia, fueron en el desierto Gedrosia, donde los soldados tuvieron que beber su propia orina para no desfallecer. El mapa que de niño recorría, bajo la mirada atenta de Aristóteles, se había quedado diminuto. Tenía 33 años cuando expiró de fiebres. Calístenes escribió su historia, pero el viajero nunca regresó a Grecia.