Antes de citarse con su destino, Colón ya había recorrido el mundo muchas más veces que sus idolatrados maestros. Pensamos en el ‘almirante de la mar océana’ en la grave mañana del 12 de octubre de 1492. Las fechas graban a fuego momentos aislados, pero aíslan a las personas de su verdadero ser. Antes de hincar sus rodillas en la tierra húmeda, bajo el agua esmeralda de la isla de Guahanaí, bautizada como San Salvador, el navegante había llegado hasta el extremo oriental del Mediterráneo. Tenía poco más de veinte años y la isla de Quíos se mantenía como un emporio comercial genovés. Constantinopla había cambiado la sombra de la cruz por la media luna y los turcos habían cortado el suministro de las especias por la ruta tradicional. Él vio llegar las caravanas cargadas de clavo y canela, de sedas y camellos, desembocar en las islas griegas, ya casi todas turcas, y morir en los mercados de la Sublime Puerta. Europa había descubierto que destruida Bizancio, el hambre acechaba sus palacios.

Los cuatro viajes de Colón a América. Fuente: Wikipedia

Cuando Colón habló por primera vez con los indios tainos de San Salvador, ya se había convertido en uno de los marineros más experimentados. Incluso sin la hazaña que acababa de realizar, y de la que aún no tenía conocimiento (murió el pobre con la duda de haber llegado a las Indias, pero no a América), hubiera bastado para entrar en la nómina de aventureros en un tiempo peligroso y apasionante. En su juventud surcó el Atlántico de norte a sur. A la sombra de Portugal, visitó el Algarve, con sus acantilados que temen las gaviotas, y Madeira, el paraíso anticipado. También las islas distantes y frías de Irlanda e Islandia, esta última, lugar último antes de enfrentarse al Leviatán. Surcó el Golfo de Guinea y ahí escuchó la historia de un náufrago de piel cetrina y cabello liso, que atado a un leño había llegado desde más allá del mar.

Que Colón supiese que la Tierra no era plana no es un secreto. El pensamiento oficial asumía la planicie y las cascadas infinitas del vértice, pero ya los griegos hablaron de la esfericidad del planeta. Colón había leído a los clásicos y se había apoyado en Ptolomeo y en los cálculos de Toscanelli. Partió de las lecturas antiguas para crear un mundo nuevo y no hay mejor enseñanza que la de impulsarse en el pasado para mirar al futuro. Más allá de las Canarias, Colón soñó con encontrar Cipango y Catay, los territorios orientales que había descubierto en los escritos de Marco Polo, el héroe al que quería emular. Y para ello bastó con su empeño individual. Acudió a las cortes de media Europa, que ocupaban su tiempo y su dinero en guerrear entre ellas. Lisboa y París, Londres y Granada, finalmente fue Castilla la que aportó el dinero y vio en él mucho más que un iluminado. Pagó su viaje y le ofreció tres carabelas con marineros experimentados, la mayoría andaluces, portugueses, extremeños y un murciano.


Libros

Diario de a bordo. Cristóbal Colón, Edaf

El arpa y la sombra. Alejo Carpentier, Alianza

Películas

1492. La conquista del paraíso. Director: Ridley Scott, 1992

Pensemos en Colón, pasadas las Canarias, en su décimo día de viaje, mirando al horizonte, engañando a su tripulación sobre las millas árabes recorridas, convencido de que tarde o temprano arribarían los albatros, el polvo de las flores y con él la tierra firme. La imagen es tan sensual que casi podemos tocarla. Pero situémonos ahora en el navegante de Chiclana que conoció al almirante la misma noche de la partida en La Rábida. Ese hombre iletrado, que no ha leído más que las arrugas de sus manos, que piensa, tal vez, que más allá del límite de lo conocido se encuentran las Islas de las Siete Ciudades, la Atlántida y todo un rosario de territorios imaginarios con los que los padres fascinan y asustan a los niños. Después llegará el hambre y la sed. Las peleas por un mendrugo de pan y las miradas que incitan a la sodomía. Las incipientes rebeliones y en el momento de máxima tensión, la voz de Rodrigo de Triana gritando las palabras mágicas. «Tierra a la vista».

Pero Colón fue mucho más que un viaje. Tras su vuelta a Castilla, organizaría tres expediciones más. Sus ojos vieron las playas de Cuba, los cocoteros de las Bahamas, la flor de Jamaica, el perfil del Yucatán, la sal de Panamá y la desembocadura del Orinoco, tan íntima como una pequeña Venecia. Cuatro viajes que cambiaron el sino de la historia y que desprendieron a Castilla de sus ropajes medievales. Su último viaje lo hizo abandonado, en un monasterio de Valladolid, sabiendo que otros marineros más jóvenes que él se repartirían el territorio descubierto, se llamase Cipango, América o la Colombia que la posteridad le privó. Tal vez pensó, en el último trance, que gracias a la caravana de camellos que observó en Quíos su vida cobró un sentido nuevo. O tal vez contempló la inmensidad del mar verdoso, cercano al ecuador. Antes de cerrar los ojos, seguramente recordó aquel momento en el que, en mitad del océano, observó que la brújula había dejado de marcar el norte. Fue entonces cuando pensó que la Tierra no era redonda, sino ovalada, como podía ser el seno de una mujer. En el pezón estaría la cúpula celeste, el lugar donde vive Dios. El marinero que había redondeado la Tierra sonrió. Al fin y al cabo, todos los hombres recorren el corazón de la vida sobre la piel del agua.