A los catorce años, en 1987, escuché esta canción el año de la muerte de su autor, José Alfonso. Apenas tenía entonces nociones lejanas de la revolución de abril con la que terminó la dictadura fascista en Portugal. La canción me era completamente desconocida, no sabía nada de su origen ni de su autor, ni que se había convertido en la legendaria señal para un pronunciamiento que había de poner fin al Gobierno militar y a la dominación colonial portuguesa. Y escuchando la canción, bien puede decirse que esto es lo de menos. Aquellos hechos son historia, nombres, fechas y actos. Pero la historia carece de sentido y aún de explicación si no se la provee de alma, y su alma fue esta canción, que habla de fraternidad, de igualdad y libertad. Un cierto tono melancólico sugiere que no estamos tanto ante un ideal como delante de una lejana utopía del pasado, una especie de ciudad lejana y mítica de un tiempo ya antiguo, anterior a la memoria humana; un tiempo en el que existía aquella Grândola, ciudad ideal, lugar donde en cada casa vivía un amigo y donde en cada rostro encontrábamos igualdad. Un reino de ensueño, un cuento para contar cada noche a nuestros hijos antes de ir a dormir para que el amor a la libertad no se extinga jamás.