Son 8849 metros de roca y nieve los que dictan la distancia mayor entre el cielo y la tierra en nuestro planeta. Al pico más alto se le ha llamado de muchas maneras: en Nepal, donde es considerado un dios, se le nombra como ‘la frente del cielo’ y en el Tíbet se hace femenino, al ser invocado como ‘la madre del universo’. El occidente es mucho más prosaico y le puso el apellido de un topógrafo británico del siglo XIX, un vestigio del colonialismo europeo en la India. Sea una divinidad o un simple mortal, la frente, el techo o la punta de la nariz, la montaña más alta de la Tierra sigue siendo la guarida de los límites humanos.

Reinhold Messner y su hermano Gunther, antes de la ascensión al Nanga Parbat. 1970

Hasta allí han ido a concluir la vida cientos de jóvenes que creyeron vencer a las fuerzas de la naturaleza y la montaña se ha tragado sus sueños. Punto fijo en el horizonte, solamente superado por los astros del cielo, el Everest es el punto de llegada de la humanidad cuando mira a las alturas. Todo cabe en su cumbre. El hombre se siente pequeño en su cima.

Reinhold Messner supo del Everest mirando desde su niñez los Alpes. Le bastaba con mirar por la ventana para descubrir el perfil de La Plose, la montaña que, junto al Monte Pascolo, forma el contorno del Valle de Bressanone, su hogar al norte de Italia. Se aficionó a la escalada, más que como deporte, como necesidad cotidiana. Los hombres de la costa se bañan en el mar y los que nacen en la montaña escalan y sortean pedruscos helados.

Los hermanos Messner, Reinhold y Günther, se propusieron llegar a todas las cimas del mundo. Ya no les bastó con los picos del Alto Adige ni el Mont Blanc o las Dolomitas. Su objetivo era alcanzar todos los ochomiles del planeta, las catorce antenas de hielo que conectan el cielo. La primera montaña fue el Nanga Parbat, en Pakistán, situado a 8128 metros sobre el nivel del mar. Tras una dura ascensión, culminaron la cima al atardecer. En el descenso, la montaña se cobró el peaje requerido. Una avalancha arrastró a su hermano Günther, muriendo a pocos metros del campamento base. Fue su primer ochomil. El resto los completaría sin su compañero de la niñez.

El Everest sería el cuarto ochomil para Reinhold Messner, ocho años después de Nanga Parbat. Corría el año 1978 y ya había ascendido el Manaslu y el Gasherbrum I. La reina del cielo no presentaba más exigencias que otros picos del entorno, pero el destino a tanta altura es caprichoso. Fueron muchas las expediciones que fracasaron en el intento de coronar la montaña más alta de la tierra. Durante todo el siglo XIX, los ingleses se dieron de bruces con una realidad de hielo y niebla. El primer intento organizado se produjo en 1922, que acabó con una avalancha y varios muertos. En 1924, se volvió a intentar su ascenso de la mano de Irvine y Mallory. Según los testimonios que acompañaron a la expedición, consiguieron hacer cumbre en los 8849 metros de altura, pero una niebla densa hizo que se perdiera el rastro de los alpinistas. Nunca más se supo de ellos y sus cuerpos no fueron recuperados.

Las montañas más altas de la Tierra, las cordilleras del Himalaya, del Karakórum, del Pamir y del Hindu Kush están llenas de cuerpos que no pudieron bajar a las ciudades. Son tumbas abiertas, lugares de memoria donde el alpinista apenas se detiene a observar. Un recordatorio de que algún día el alpinista podría ocupar ese mismo lugar. La primera ascensión al Everest se produjo en 1953, de la mano del neozelandés Hillary y el sherpa Norgay. Aunque Messner llegara 25 años después, lo haría sin oxígeno, retando a su propio cuerpo y saldando una deuda con la montaña. Tras dejar el Everest, volvió al Nanga Parbat, esta vez solo, sin la sombra de su hermano (o precisamente solo con la sombra de su hermano), abriendo una nueva vía de ascenso, la Diamir. Un año después, ascendería el K2, el segundo pico más peligroso según el índice de fallecimientos, pero Messner ya no podría parar, hasta que no completara las catorce cimas.

La montaña más peligrosa de todas es el Annapurna. 34 de cada cien alpinistas mueren en su intento de conquistarla. Sería su undécimo ochomil, justo después de trazar una expedición entre el Gasherbrum I y el Gasherbrum II, entre China y Paquistán. Messner se enfrentó a la pared vertical, a los cientos de metros de caída libre y logró hacer cima en la primavera de 1985. Un año después, completaría los catorce ochomiles con la subida al Lhotse nepalí. En dieciséis años, Reinhold Messner había ido más allá de la meta de cualquier mortal. No solamente había coronado el Everest, sino el resto de sus trece hermanos de las alturas. La gesta fue repetida posteriormente por 40 personas más. Todas ellas llevaron en su interior la idea de imponerse a las alturas, de elevarse por encima de los límites y las fuerzas humanas. El Everest reina en la cima del mundo con cierta somnolencia. Solamente es inquietado de tanto en tanto, cuando un alpinista logra arrebatarle durante unos instantes la cima, el camino hacia el sol, por encima de las nubes. El sendero de vuelta a la vida está plagado de huellas de escaladores que cayeron en el intento. Günther Messner y tanto otros, muchos más que los que lo lograron.

Así es la montaña, celosa de las alturas, caprichosa con el que consigue dominarla, pues le da todo lo que cabe en el mundo.