El seleccionador de Etiopía cree tener un buen equipo para los Juegos de Roma de 1960. Su país aún no ha conseguido ninguna medalla de oro y piensa, por qué no, que su oportunidad puede haber llegado. Viene entrenando a estos chicos desde hace un tiempo y sabe muy bien que son capaces de dar un susto a las potencias mundiales. Pero su proyecto deportivo pronto se ve amenazado. A escasos días de partir para la capital italiana, Wami Biratu, uno de los maratonianos, se lesiona en un partido de fútbol. Esto causa un gran impacto en el entorno del grupo. Hay que estar rematadamente loco para jugar al fútbol en vísperas de una Olimpiada.
El primer suplente es Abebe Bikila, un soldado del Quinto Regimiento de Infantería de la Guardia Imperial de Haile Selassie. Al seleccionador no le entusiasma demasiado. Acaba de cumplir 28 años y, salvo ciertos destellos mostrados en alguna carrera, no termina de explotar. Le falta esa magia de los fondistas africanos legendarios. Aunque por otro lado, será un buen compañero para Wakgira, en este instante su mayor esperanza.
Bikila sube al avión y cree estar dentro de un sueño. No hay nada en este mundo que pueda producirle mayor satisfacción que formar parte de este selecto club de atletas. El motor se pone en marcha, el comandante da la bienvenida a unos cuantos miles de pies de altura y él piensa en todos esos kilómetros Rift arriba Rift abajo que ha tenido que recorrer hasta llegar a su asiento en primera clase. El camino no ha sido fácil. Hace tan solo unos años contemplaba al equipo nacional en un entrenamiento previo a Melbourne 56 con la fascinación de un niño y ahora, de la noche a la mañana, se ha convertido en uno de ellos.
El día antes del maratón, ya en Roma, acude a retirar su dorsal junto a Wakgira. Uno de los organizadores se acerca y les ofrece unas zapatillas Adidas. La marca patrocina la prueba y están repartiendo pares de su último modelo a todos los corredores. Así es el marketing en 1960. Los etíopes se miran confundidos. Se las prueban y dan algunos pasos, corretean, no más de cuatro o cinco zancadas. No estoy muy seguro, dice Bikila, me aprietan, tengo la sensación de llevar unos zapatos de cemento. El seleccionador los observa con cierta preocupación y se reúne con ellos. Tenéis por delante 42 kilómetros, chicos, buscad la mayor comodidad posible. No tardan en decidirse. Correrán descalzos como lo han hecho toda su vida, como si se tratase de una de tantas mañanas devorando sendas de tierra ante la mirada impasible de los antílopes.
Llega el momento señalado. El verano en Roma es un infierno. Tanto, que la organización ha decidido retrasar el maratón hasta las últimas horas del día. Un juez recorre la línea de salida y se asegura de que todos los pies (en realidad todas las zapatillas Adidas) no sobrepasan la raya blanca que han delimitado en el suelo. Qué tensión en los gestos de los participantes. Suena el disparo y una serpiente de corredores se pone en movimiento. Para los etíopes la estrategia es clara: siempre con el grupo de cabeza, a la sombra de los favoritos y sin hacer demasiado ruido. La prueba irá poniendo a cada uno en su sitio.
Pese a la intención de pasar desapercibidos, los dos africanos acaparan todas las atenciones. El resto de atletas dirigen tímidas miradas a sus piernas desnudas en busca de alguna explicación y no logran salir de su asombro. Los espectadores abarrotan las avenidas y rompen en aplausos cuando pasan por su lado. ¿Qué ha sido eso? Due corridori a piedi nudi. Y todo esto mientras el sol comienza a esconderse por las paredes del Coliseo y Roma se ilumina con una luz de miel de abeja que nos traslada a las grandes veladas del viejo Imperio.
A esta altura la carrera se llena de cadáveres. Poco a poco van cayendo los aspirantes al título. Wakgira no puede soportar el ritmo y se descuelga. Aún nos queda Bikila, se dice el seleccionador con el gesto preocupado. ¿Quién lo diría? Bikila se muestra fresco. Su cuerpo está en plena forma siguiendo a los líderes de esta estampida romana. Pasan por el Obelisco de Aksum, monumento etíope expropiado por Mussolini en los años de la ocupación de su país, y piensa que sería maravilloso vencer en este lugar, en el corazón del enemigo, después de tanto tiempo.
Ese monolito africano lo guía en este instante y hace que se pegue al marroquí Abdesselam, el gran favorito en las casas de apuestas. Son los únicos supervivientes de esta tragedia clásica en tres actos. Van al límite y todo indica que la carrera se va a resolver en la foto finish. Pero Bikila decide que ha llegado el momento de ser ese depredador despiadado que lleva dentro y pasa al ataque. Tras varios kilómetros de pura literatura épica termina desprendiéndose de su oponente que no resiste el latigazo final de sus piernas. Los últimos 500 metros son exclusivamente para él. Al fondo aparece el Arco de Constantino, el camino que conduce a las puertas del Olimpo. Abebe Bikila, el corredor descalzo, un perfecto desconocido hasta hace apenas unas horas, se ha convertido en la persona más aclamada de todo el planeta.
Pese el alboroto de periodistas y aficionados él se mantiene en silencio. Agradece a Dios haber sido elegido y se aleja de cualquier euforia con la misma prudencia de toda su vida. Sabe que esta medalla de oro ha cambiado el rumbo de África para siempre pero que su leyenda aún no ha terminado. No cesan los tambores de guerra. A lo lejos se asoma el maratón de Pekín de 1964 y conviene seguir corriendo para no salirse de los márgenes de la gloria.