Se ha escrito que en su viaje a Oriente, Gustave Flaubert experimentó mayor placer en los prostíbulos y el vino que con la arqueología y el paisaje, pero ello no impidió que se cayese pasmado del caballo ante la Esfinge, en Giza. El 7 de diciembre de 1849, cuando vio las pirámides a lo lejos, lanzó su caballo al galope. Maxime Du Camp iba tras él. Frente a la Esfinge, saltaron de sus monturas y contemplaron asombrados al coloso que parecía mirarlos con aires de superioridad. Max se quedó lívido. Gustave abrió la boca, pero fue incapaz de emitir el menor sonido. Su cabeza daba vueltas. Fascinados, se dejaron caer sobre la arena y encendieron unas pipas. Mientras los árabes montaban su tienda permanecieron como extasiados. Puede que sus corazones latiesen a un ritmo desconocido hasta el momento. 

Los dos amigos habían salido de París a finales de octubre. Embarcaron en Marsella y llegaron a Egipto el 15 de noviembre. En Alejandría se alojaron en el Hôtel d’Orient para explorar la región. Su plan inicial consistía en subir por el Nilo a Nubia, luego volver a bajar, visitando las antigüedades antes de llegar a Beirut, Palestina y más tarde Persia. Du Camp se hizo cargo de toda la infraestructura e incluso consiguió dos vagas misiones en nombre del Gobierno de la Segunda República. La señora Flaubert financió el viaje a regañadientes, temiendo por una recaída de la enfermedad nerviosa de su hijo. Hay quienes sostienen que aquel ‘grand tour’, producto de una época romántica y de una gran tradición cultural, supuso para el autor de Madame Bovary una nueva compresión de la vida y de la escritura. Otros abundan en el carácter social que pronto quiso imprimirle Flaubert, en las discusiones acaloradas con los miembros de las comunidades religiosas, el cortejo de las cortesanas y las prostitutas. Oriente era un harén interminable.

En Constantinopla, al final del largo trayecto, y antes de emprender el regreso a casa, el escritor se pregunta por qué no vivir con una odalisca y entregarse a la existencia regalada de un bajá. En cierto modo ha empezado a adquirir una majestuosa apariencia, algo de gordura, y la costumbre de comer con las manos. Algo le detiene: que alguien se sienta obligado a besarle las palmas mientras finge. 

Flaubert se acostumbraría a ansiar el placer. Bouvard y Pécuchet, dos de sus personajes inolvidables, presiden la parodia del apetito desbocado, de la gran mesa flaubertiana, donde la comida aparece, podríamos decir, como una especie de rito religioso. Era un gigante y como todo gigante no dejó pasar la oportunidad de recordarnos su voracidad. Compartía sus patos de Ruan y el calvados en prolongadas cenas con escritores amigos, habitualmente con Daudet, Goncourt y Zola. 

Pero volvamos a Oriente. Después de tres largas noches de ensoñación a los pies de las pirámides, los dos amigos siguen una ruta por el río a bordo de un cange y acompañados por diez marineros, comen dátiles e higos, disparan a los cocodrilos, sortean rápidos violentos y capean una tormenta de arena, antes de regresar nuevamente a El Cairo para sumirse en la agotadora vida social. Hasta que el 17 de julio de 1850 zarpan a Beirut y atraviesan la cadena del Líbano, maravillados por el paisaje que les rodea de cedros y de pinos piñoneros. La editorial Fórcola publica estos días un fenomenal ensayo del historiador Fernando Peña sobre la experiencia oriental flaubertiana (Flaubert y el viaje a Oriente) como la fuente de todos los sueños. 

Los viajeros llegaron unos años antes de que el Valle de la Bekaa empezara a convertirse en el hogar de la industria vinícola libanesa. De hecho, la bodega más veterana, Chateau Ksara, que representa el 70% de la producción del país, fue fundada en 1857 por cristianos jesuitas que utilizaron vides traídas de Francia a través de las colonias francesas en Argelia. No obstante, el vino que tanto le gustaba libar a Flaubert y la viticultura han ocupado un lugar destacado en el desarrollo en la Bekaa. Los profetas israelitas, que se remontan a la era bíblica, lo mencionaron. Y los antiguos fenicios también jugaron un papel, difundiendo sus conocimientos sobre la viticultura por el Mediterráneo. Durante el reinado del Imperio Otomano en lo que hoy es este territorio, la producción de vino casi se detuvo. Sin embargo, en la era posterior a la Primera Guerra Mundial, Francia comenzó a desempeñar un papel activo en el desarrollo de este país como un nuevo centro de producción. 

Actualmente, las variedades de uva más populares son las francesas, especialmente la cabernet sauvignon y la merlot. Además, las variedades del Ródano, cinsault, carignan y garnacha, son populares. Hay algunas uvas libanesas autóctonas, como obeidah y merwah, que también se utilizan en las elaboraciones de alta calidad. A quienes no los conozcan les sugiero una inmersión en los vinos de la Bekaa, que si bien fueron introducidos por los franceses creo que son los británicos los que han aprendido a apreciarlos como es debido. 

El periodista y escritor Auberon Waugh, hijo de Evelyn Waugh, uno de los mejores novelistas ingleses del siglo pasado, era un gran seguidor de Chateau Musar, considerado por muchos el mejor vino del país, muy fragante con predominio de frutos negros macerados, cedro y roble fino. La añada de 2014 ofrece taninos aún firmes, una estructura generosa y sobre todo mucha frescura y profundidad. Hochar Père et Fils es el segundo de la bodega y tampoco está mal. Coupage de cinsault, garnacha y cabernet sauvignon, la botella cuesta aproximadamente la mitad que el Musar, unos 25 euros, y tiene una crianza de seis meses. El resultado de la añada de 2017 es elegante y equilibrado, generosa en frutos rojos, ciruelas y endrinas. Son descendientes de los vinos que tanto le gustaron al colosal Flaubert.