H abía escuchado hablar de la canela. Bosques enteros de esa especia que convertirían todas las cenas de Europa en un manjar y a él en un hombre rico. También le habían llegado rumores de una ciudad hecha de oro. El Dorado la llamaban. Ya habían enviado expediciones al interior de la selva. Nada se había vuelto a saber de aquellos pobres ilusos cegados por la codicia. Pero él era más inteligente que ellos y nada le ocurriría. Había nacido en Trujillo, a pocos metros de la casa de los Pizarro, esos hermanos que andaban por el Nuevo Mundo conquistando tierras, sometiendo a indios y descubriendo mares inmensos.

Expedición de Francisco de Orellana. Fuente: Wikipedia

Con ese propósito se embarcó Orellana. Nunca había visto el mar. Jamás se había montado en un barco ni había visto desplegar las velas al salir del puerto. Todo era nuevo para aquel muchacho que arribó a las costas del Caribe y sintió un golpe de humedad que por poco lo deja varado en la playa. Pero pronto se desenvolvería como un pez en el agua dentro de esa sociedad de hombres rígidos, donde los valores se confundían con la envidia y las vilezas más bajas del ser humano afloraban junto a una naturaleza desbordante. Dejó de ser un hombre asustadizo cuando visitó Nicaragua y, tras un tiempo de administrador, decidió que lo suyo era la espada y la noche al raso.

De esta forma se unió a las tropas de Pizarro. Eran tiempos duros. Hacía pocos años que había sido sometido el reino de los Incas y Perú ahora se había convertido en un virreinato desangrado. Los españoles se mataban entre ellos para conquistar aquel trono de piedra. En Lima, ciudad recién creada, Pizarro le dio su bendición guerrera y juntos pusieron fin a las discordias entre castellanos. En Ecuador, Orellana fundó la ciudad Guayaquil, a poca distancia del Pacífico. Fue en Quito donde decidieron partir en busca del País de la Canela junto a Gonzalo Pizarro. En los primeros días, la expedición contó con 340 aventureros de nobles familias, 200 caballos y casi 4.000 indios que servían de guías, apoyo o esclavos. También llevaron llamas y cerdos, así como 2.000 perros, el arma propicia de los españoles en suelo americano.

Orellana no sabía que estaba a punto de navegar, en barcas improvisadas de madera rota, el río más grande sobre la tierra. El Amazonas tuvo infinitos nombres antes de la llegada de los españoles, dependiendo de la tribu que los nombrara: Parananguazú, Guyerma, Solimöes... El muchacho nacido en Trujillo acababa de atravesar los Andes, una cordillera espinosa desde donde se vislumbraba el océano como un precipicio y se dispuso a recorrer aquella línea extendida de agua para hallar entre la selva la mayor riqueza de la tierra: la canela.

Los problemas entre los hombres pronto empezaron. Gonzalo Pizarro mandó un destacamento para explorar el río a los mandos de Orellana, pero la corriente los arrastró y se perdieron de vista. Serían considerados desertores, o peor aún, traidores. Orellana con su grupo reducido penetró la selva espesa, tanto que ni siquiera se veían las estrellas de noche. Fue encontrando tribus indígenas a su paso, cada una con una lengua distinta. Algunos los confundieron con dioses. Otros los recibieron con flechas y lanzas untadas de veneno. Todo lo apuntó Gaspar de Carvajal en una crónica escrita mientras el río mecía los barcos. El caudal cada vez se hacía más ancho. La corriente arrastraba troncos tan grandes como navíos de guerra y de vez en cuando emergían de las aguas serpientes que medían quince metros. La tripulación estaba atemorizada.

Pronto desaparecieron los cerdos. Fue el primer efecto del hambre. También los caballos. Los indios que los servían de guía se sentían tan perdidos como ellos. Ni siquiera entendían las lenguas de los nuevos nativos. De entre todos los peligros vividos y escuchados, a la tripulación le llamó la atención el de un pueblo, el más guerrero de todos, compuesto solamente por mujeres. Decían que raptaban a los hombres y los usaban para la fecundación. Cuando el fruto de la unión era una niña, lo celebraban. Cuando era un varón, lo sacrificaban. Carvajal, que había leído a Homero, apuntó en su diario que aquella historia le recordaba a las amazonas griegas, una tribu bárbara que había llegado a tener contacto con Alejandro Magno, incluso.

Pero las penalidades continuaron. Y las muertes de los compañeros. Y las insubordinaciones y los ajusticiamientos. El hambre se hizo extensible a la locura y los días se sucedían a las noches con bestias acechando las embarcaciones. Pero la selva se fue haciendo cada vez menos frondosa y pronto llegaron a una zona de sabana. El 26 de agosto de 1542 Orellana avistó el océano. Los viajes entre España y el Nuevo Mundo los pasaba rezando por vislumbrar la tierra, pero ahora pedía a Dios aquella extensión marina ante sus ojos. Había estado siete meses navegando un río tan grande como un continente, tan extravagante como un mito. A su vuelta a España fue juzgado por traidor, pero logró demostrar su inocencia. Pronto organizó otro viaje, esta vez desde la desembocadura al nacimiento del río que había navegado. Murió en esa escalada de agua el hombre que descubrió un río y que simplemente salió a recolectar canela.

Libros

Relación del nuevo descubrimiento del Amazonas

Francisco de Carvajal

Miragua

La serpiente sin ojos

William Ospina

Penguin Random House