Su piel es oscura como la noche. Sus ojos claros y risueños. En los bolsillos de su chilaba lleva una docena de monedas de oro. Cuando las saca, el metal se convierte en un líquido centelleante al contacto con el sol. Es el rey de los malienses un hombre legendario del que hablan en todas las crónicas de Arabia y de Europa. Su reino se extiende al otro lado del Sahara, en los dominios que ningún viajero ha descubierto. Dicen que algunos barcos portugueses, arrastrados por las tormentas y los vientos, más allá de las Islas Afortunadas, vararon en las costas de su imperio. Allí, los hombres visten con ricas túnicas y llevan en los dedos anillos de oro y zafiros. El mundo de lo desconocido es el territorio de Mansa Musa, el décimo emperador de Malí, del que dicen que alberga tanta riqueza que podría comprar Francia, Castilla y el Papado de un solo pago, y aún le quedaría dinero para construir una mezquita en Jerusalén.

Atlas catalán con la representación de Mansa Musa. 1375

Lo llaman ‘el hijo de Kankou’ sus súbditos, el fruto de su madre. Desde pequeño, ha aprendido que la única verdad es la de Alá y a él se dirigen sus plegarias cuando mira al cielo a la espera de la lluvia, o cuando pisa la tierra presintiendo las minas de oro debajo de la tierra. Por todo el imperio ha construido mezquitas. A la sombra del adobe y el tapial Dios se refugia y descansa, pero los hombres no merecen otro destino que servir a la divinidad. Por eso, lleva noches sin conciliar el sueño. Para ser el mejor musulmán de cuantos hay en el mundo debe cumplir los cinco pilares del Islam: ya es un devoto religioso; ya ora cinco veces mirando al este; ya reparte limosnas para los pobres; ya ayuna en el Ramadán; pero aún no ha ido a La Meca.

Está escrito en las estrellas, que son extensiones de su riqueza. Parte Mansa Musa hacia un territorio imaginado, que no existe más que en El Corán, que ha leído con fervor. Quiere ver de cerca la piedra negra y encontrar por el camino los lugares donde la fe islámica ha sembrado templos y grandeza. Para la expedición, ha reunido a 60.000 hombres y 12.000 mujeres. Ha contratado camellos y otros animales de carga. Ha mandado fabricar un millar de literas para su corte. Ha hecho confeccionar abanicos de plumas de faisán y cojines para sus esposas y para las esposas de sus generales. Lo que se desplaza por África no es una peregrinación, sino un imperio en marcha, un ejército innumerable de hormigas que canta alabanzas a Dios mientras atraviesan la región más inhóspita del planeta. A cada paso sienten en sus pies la llamada del muecín en La Meca. Son tantos los kilómetros que les faltan para llegar como los granos de arena que pisan. El sol solamente los protege de noche.

Libros

Mansa Musa. Peregrino del desierto, rey de Tombuctú. Miguel Guerrero. Almuzara

En El Cairo, la capital del sultanato mameluco, escucha rumores el sultán An-Nassir Muhammed. Le cuentan sus espías que el rey más poderoso de la Tierra se dirige hacia las puertas de la ciudad de camino a La Meca. El sultán le abre las puertas. Es de buen musulmán acoger al peregrino, amar al prójimo. Y Mansa Musa no viene solo. Su caravana acampa a las afueras de la ciudad, al lado de las antiguas pirámides, que se sobreponen al desierto como fósiles de arena. Trae el rey de los malienses bolsas y cofres cargados de oro. Reparte por el palacio del sultán monedas y regalos. Ofrece la construcción de una mezquita y renueva el agua del Nilo con sus riquezas. Allí, lava las monedas que trae y el agua aclara su curso en el oro. Apenas ha tardado unos meses en llegar a El Cairo. Es el año 724 (1324 para los cristianos) y la impaciencia le puede. Quiere llegar a la ciudad sagrada cuanto antes. Los mamelucos le abren las puertas de su reino y le aseguran un viaje dulce hasta Arabia.

Pronto levanta el campamento. Atraviesa Mansa Musa el Sinaí y gira hacia el sur. Ante él encuentra otro desierto, más pedregoso que el que limita con su reino. El aire trae aromas de incienso porque es la fe la que se quema en las hogueras de Dios. Avanza anhelante y llega a Medina, la ciudad donde Mahoma huyó en la Hégira para salvar su vida y dar a los musulmanes la suya. Visita la casa del profeta, igual que todas las mezquitas. Se sienta en su patio, bebe agua del pozo y reza las oraciones frente al muro.

Son precisamente los últimos kilómetros los que más disfruta.

Ante él se alza la mezquita y la piedra sagrada, el meteorito de Daniel. Se arrodilla y llora. Las lágrimas riegan su fe y justifican cada uno de sus pasos. No le importa en ese momento que la vuelta será dura, que verá morir a parte de su expedición de hambre y sed, que soportará revueltas y el sultanato de los mamelucos intentará adueñarse de su tesoro.

No sabe que el futuro será tan oscuro que ni el brillo del oro salvará a su gente. Piel oscura, el hombre más rico de la tierra no verá a su imperio sometido al balance de la economía y a su gente vendida como esclavos. Nada de eso importa. Tiene ante sí a Dios y es el más pobre y feliz de todos los mortales.